El CASO PADILLA (1971/2022)
Segunda parte de un análisis de Norge Espinosa Mendoza sobre la autoinculpación filmada del poeta Heberto Padilla y el reciente documental de Pavel Giroud sobre dicho acontecimiento.
En lo que fuera el garage de la casa de la familia Gelats se dispuso una mesa, sillas, y micrófonos.
Todavía uno entra a ese espacio, hoy conocido como la Sala Villena de la UNEAC, y puede preguntarse cómo se acomodaron allí esas personas que en la noche del 27 de abril de 1971 habían sido convocadas para escuchar la confesión de Heberto Padilla, para presenciar ese exorcismo teatral y extenso que los demoraría allí hasta la medianoche.
Varios de ellos sabían que tendrían que repetir algunos de los gestos y las palabras del protagonista de ese acto, él mismo les había advertido.
No todos acudieron al llamado: Lezama Lima se negó, a pesar de haber recibido la visita del oficial de la Seguridad que trató de convencerlo.
Ello no impidió que Padilla, tras mencionar los errores ideológicos de José Yanes, Pablo Armando Fernández, César López, Manuel Díaz Martínez, David Buzzi, su propia esposa: Belkis Cuza Malé y Norberto Fuentes, nombrara al líder del grupo Orígenes.
Fue Norberto, el autor de Condenados del Condado, el único entre ellos que, tras haber hecho su simulacro de auto inculpación, volvió a la mesa para protestar, negando su arrepentimiento previo.
Salió a acallarlo Armando Quesada, ese hombre nefasto que, desde sus cargos militares y su mandato como director de El Caimán Barbudo, se vengaría desde el Consejo Nacional de Cultura contra quienes se habían burlado de su escaso talento actoral, aplicándoles las duras normas de la parametración, aprobadas de inmediato por el I Congreso Nacional de Educación y Cultura.
Todo eso podía haberlo sabido antes quien, en Cuba, haya tenido la paciencia de esperar por ciertos testimonios, localizar detalles en determinadas lecturas, unir los fragmentos rotos de esa noche y sus consecuencias, como un hilo que perdura hasta el presente.
Como parte de la generación de los nuevos autores y artistas que irrumpimos en los años 80, nos ganamos la confianza de algunos de los que allí estuvieron esa noche, aprendimos de las maniobras empleadas para silenciar a creadores de valía y, a veces, en algunos momentos, oímos revelaciones estremecedoras.
Pero en la memoria corta del país, enfermo además de una desmemoria que opera por afinidades electivas, rara vez se ponía esa trama al descubierto, como parte de un plan mayor que suele aún reducirse a anécdotas patéticas o lacrimógenas.
El caso Padilla seguía siendo un mito, un tropiezo, un accidente, una verdad que a lo largo del tiempo ha querido disimularse, edulcorarse, a pesar de que sus efectos nos golpeen una y otra vez.
Todo eso va a revolverse, se está revolviendo ya, con la aparición del documental que Pavel Giroud estrenó el pasado año en varios festivales.
Tuvo la suerte de que le llegara a las manos una grabación en videocasete de lo que las cámaras del ICAIC (la leyenda apunta a Santiago Álvarez, pero se da por cierta la participación en el rodaje de este registro de Pablo Martínez, Roberto Fernández y el sonidista Guillermo Labrada, del equipo de su noticiero), captaron allí esa noche.
En algo más de tres horas, Heberto Padilla se acusa, se suicida como escritor, se echa encima todas las culpas posibles con una vehemencia que pareciera calcada de la empleada por Fidel Castro en sus apariciones más recordadas de aquellas fechas.
Rompe un papel con las notas que llevaba, para querer hacer creer, a esos testigos y a la inmortalidad, que no hay libreto, que no hay tal guion, que ha llegado hasta ahí tras casi cuarenta días de encierro en la Seguridad del Estado, para ser solamente honradez y transparencia.
Las caras de sus espectadores parecen de piedra, nadie se atreve a esbozar demasiadas expresiones ante lo que presencian.
Pude reconocer en ese público a Cintio Vitier, junto a Retamar, a Dora Alonso, a Sigifredo Álvarez Conesa, a Nancy Morejón (que es filmada cuando no puede evitar un largo bostezo), a un Miguel Barnet serio pero coqueto en su vestir, a Reinaldo Arenas, Raúl Luis y tantos otros.
La cámara es tan aguda como para perseguir a Virgilio Piñera y hallarlo sentado en el suelo, como quien no quiere ser advertido.
Porque el horror que esa representación impone también provoca asco, náuseas, llevadas al límite cuando Padilla enumera varios nombres, y opera como un delator en contra de sus amigos y hasta parientes.
A grandes trazos, eso es lo que contiene el corte original.
En su celda, Heberto Padilla había escrito una breve diatriba contra sí mismo, bajo exigencia de sus captores. Lo narra en La mala memoria. Pero no era lo que se esperaba de él, sino una versión más larga y humillante de su arrepentimiento.
A ello se sumó esta autocrítica, que a fin de ser mostrada a quienes desde otros sitios del mundo se preocuparon por él y por el daño que este arresto dejaría en la intelectualidad cubana como prueba de la efectividad de una conversión revolucionaria, fue grabada y filmada minuciosamente.
El casting lo compone parte de lo mejor de las letras cubanas, que se convierten en un elenco del cual no hubiesen querido, en muchos casos, haber sido parte.
Cincuenta años después, esa filmación que había desaparecido, hasta ganar status de leyenda, aparece ante el joven director, que ya ha dirigido tres largometrajes.
Y a sabiendas de todo lo que eso conlleva, su decisión es hacer público ese registro, como un desafío consciente a quienes, así como apresaron a Padilla, mantenían bajo encierro la verdad angustiante que emana de esas tomas de 1971.
Subrayo ese término: angustiante, porque la mayor virtud de este excelente documental ha sido la de preservar ese ahogo, al tiempo que lo concentra a unos 80 minutos de metraje.
Apelando a material de archivo, a entrevistas concedidas a RTVE y otros medios foráneos, aparecen acá los rostros y voces de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, Jorge Edwards…, relacionados desde diversas posiciones con lo que hoy aún llamamos “el caso Padilla”.
Pavel Giroud ha conseguido un documental que es, en el sentido más provechoso de la palabra, didáctico.
Organizando antecedentes, citas dispersas, detalles que pueden ser necesarios para alguien que, como él mismo, solo sabía de modo fragmentado parte de este asunto, coloca las piezas en un orden de lectura que permite no solo comprender bajo qué tensiones se llegó a lo que conserva esa filmación original, sino la atmósfera viciada y cargada de peligros que en ella se divisa.
Una didáctica de la censura que moviliza nombres, acontecimientos, fracasos y utopías, y que hacen sudar al protagonista de estas dos piezas audiovisuales, como un ajuste de cuentas con ese instante demoledor, y que revela a través de un prisma muy cuidado lo que la opresión, el abatimiento, la cerrazón moral e ideológica, pueden echar encima de la Historia, más allá del dolor infligido a una sola biografía.
La edición, a cargo del propio director con asesoría de Fernando Epstein, vertebra toda esa carga de referencias sin hacer que parezca abrumadora.
Giroud ha confesado que, en un inicio, el material se le resistía, y no es de dudarlo: tropezar con un documento semejante activa alarmas, exige investigación, requiere localizar el punto de vista desde el cual se presentará a un público, que puede no estar al tanto de detalles esenciales, una aproximación que lo haga coherente y no solo ejemplar de museo.
Arqueología y mirada fresca, análisis desde el presente ante una reliquia del dogmatismo y sus peores consecuencias, se unen para que El caso Padilla tenga vida propia, más allá de su referente esencial, y nos narre la muerte en vida de un hombre que, tras esa noche definitiva, no pudo nunca más arrancarse la máscara del personaje que interpretó esa noche.
En sus memorias, Padilla indica que él pensaba que tal acto sería liberador, que lo dejaría limpio de manchas a él y a quienes convocaría al micrófono. Ya sabemos que eso no fue así.
Y lo peor: hay quienes, aún hoy, lo juzgan como a un ególatra que se dejó llevar del peor modo al rol del chivato, del delator, del traidor, por más que intente convencernos de que no eran esas sus intenciones.
“Ni traidor ni mártir”, repite Giroud en el póster de su documental, citando a Cortázar. Pero sí un ser dimediado, atrapado en su propia madeja de acciones y equívocos.
¿Cómo aniquilar a un escritor brillante, a un talento indudable, reduciéndolo a una marioneta?
En cierto modo, el documental nos explica ese calvario, para el cual Padilla también allanó el camino, jugando con los ademanes del enfant terrible, eligiendo a Pasternak como una suerte de alter ego, y que nos recuerda uno de los segmentos de El caso Padilla.
El metraje desenterrado expone su cadáver literario, moral y politico; no pretende que lo veamos como un hombre simpático, que sintamos por él una pena que a estas alturas acaso no venga al caso.
Retrato de un ser humano que lo presenta como autopsia y biografía a la vez, este documental debe estar provocando ya mucho resquemor, porque obligaría a unos cuantos a reconocerse en la pantalla, a repasar los gestos de duda, tibieza o cobardía que ese acontecimiento, que el cine nos devuelve, convierte una verdad brutal e irrebatible.
Tras esa noche Heberto Padilla quedó sin trabajo, perdiendo el que tenía en la Universidad de La Habana.
En 1972, él y su esposa fueron enviados a un plan agrícola en Cumanayagua, como parte de un proceso de rehabilitación que no tuvo demasiado efecto.
En 1979 Belkis pudo salir de Cuba y, un año más tarde, lo hizo él gracias a gestiones (aquí no mencionadas) de García Márquez, el presidente de España y el senador Edward Kennedy.
Salió de la isla roto e invisibilizado, tras ganarse la vida como traductor desde una semipenumbra.
Rotas quedaron también las relaciones de fraternidad que muchos de esos escritores extranjeros mostraban hacia el gobierno revolucionario, y entre ellos mismos, sin que pudieran restañarse muchas de ellas.
La patria que él dejó para no volver jamás había visto morir a Lezama, a Piñera y, solo un tiempo después, comenzaría la rehabilitación de algunos de esos colegas suyos que repitieron el discurso de la auto inculpación.
Mi generación aprendió esta fábula gracias a lo que ellas y ellos se atrevieron a contarnos.
Alguna vez copié todos los poemas de Fuera del juego, en una sala de la Biblioteca Nacional, sosteniendo un ejemplar de esa edición casi fantasma.
También ahí leí Los siete contra Tebas, que este documental apenas alude, y en el que tampoco aparece la portada de la única edición cubana de ese poemario de Padilla que en 1968 puso en peligro tantas cosas.
Aunque Pavel Giroud haya decidido construir El caso Padilla con esos referentes de archivo, y mantuvo su derecho a no añadir testimonios de algunos de los sobrevivientes de aquella marejada gris, no dejo de preguntarme cómo reaccionarían esas personas al verse en este documental, con la faz y la garganta de hace medio siglo.
En la cronología que aquí se elabora queda precisado el eco de hechos que, como el secuestro del documental PM, las Palabras a los intelectuales de 1961 y el cierre de Lunes de Revolución, influyen en lo que sucedió en 1968.
Junto a esas tensiones valdría haberse mencionado otras, como las UMAPs, la expulsión de homosexuales y otros supuestos desafectos de universidades y escuelas de arte, que iban agravando la atmósfera y dinamitando el diálogo entre artistas, políticos y militares.
Ahora que ya existe El caso Padilla, y nos ofrece preguntas inquietantes, acaso vengan otros documentales que recojan lo que hoy día pueden decir sobre esa anécdota Belkis Cuza, Manuel Díaz Martínez o Antón Arrufat, a quien solo vemos en una foto grupal hacia el final: esa célebre foto en la que Lezama echa una mirada tan suya a esos jóvenes escritores que le rodean, y que le atacaron a veces con saña, para demostrar en el fondo cuánto le admiraban.
Ahora que ya existe este documental, digo, podría preguntarse qué perdura de ese efecto Padilla realmente entre nosotros, de qué manera este ahogo sigue acompañándonos.
(Santa Clara, 1971). Poeta, dramaturgo y crítico de teatro cubano. Pertenece al Consejo de las Artes Escénicas. Muchos de los espectáculos que ha asesorado para el grupo teatro El Público han merecido el Premio de la Crítica. Sus poemas se incluyen en antologías de Cuba, España, México y Estados Unidos.
A Santiago Álvarez se le ve de pie en uno de los paneos de la cámara. Los técnicos del ICAIC estarían horrorizados con lo que vieron allí, seguro que no sabían ni a lo que iban. Ese no es el nombre del sonidista, el apellido sí; no es difícil. Estas dos partes me recuerdan el chiste «en Cuba hay dos periódicos, el Granma que da las noticias y el JR que las explica».
GRACIAS