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EL EFECTO PADILLA

Tercera parte de un análisis de Norge Espinosa Mendoza sobre la autoinculpación filmada del poeta Heberto Padilla y el reciente documental de Pavel Giroud sobre dicho acontecimiento.

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Probablemente es algo inevitable, que tendrá las mismas consecuencias en quienes puedan ver tanto la autocrítica de Heberto Padilla, como el documental que Pavel Giroud y su equipo de Ventú Productions está mostrando ya en el circuito de festivales, desde que lo estrenara en San Sebastián.

Quien pueda ver ambas cosas, tendrá que volver a ellas más de una vez y, de seguro, le costará conciliar el sueño tras conocer sus imágenes.

Vamos a llamarle a eso el efecto Padilla, aunque tal cosa provenga no solo de ese corte en bruto y del riguroso documental del 2022 que lo revela medio siglo más tarde del hecho que nos relata, sino de otras maneras en que ese ahogo haya seguido haciéndose perceptible.

Un grado no desdeñable de recelo, neurosis, paranoia, permanece en el aire, desde aquel 27 de abril de 1971.

Y, a su modo, este nuevo documental refuerza su didáctica al procurarnos esa advertencia: ese trazo que no se limita a contar una anécdota silenciada y narrada a medias, que ahora gana nueva dimensión porque podemos, al mismo tiempo, oír y ver una representación bochornosa, orquestada por una mente sin dudas maquiavélica, que luego se ha reproducido en otras espirales a lo largo de la historia reciente de Cuba.

Ya sabemos lo que sucedió tras esa jornada angustiosa y agónica: a solo tres días, en la clausura del I Congreso Nacional de Educación y Cultura, en el Teatro de la CTC, Fidel Castro lanzaba su diatriba contra quienes habían tratado de interceder por Padilla, y sentaba las bases de lo que luego devendría la parametración y el quinquenio gris.

No he podido localizar a Luis Pavón entre los asistentes a la mascarada, pero no dudo que haya estado ahí, frotándose las manos, ya fuera como él mismo o el Leopoldo Ávila cuyos ataques se le achacan.

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Luis Pavón al centro, un joven Silvio Rodríguez a la derecha hojea un magazine.

A la cabeza del Consejo Nacional de Cultura se encargaría de que esos inculpados no pudieran levantar la frente, como no pudo ya Virgilio Piñera, en términos de metáfora, volver a levantarse de ese suelo al cual se pegó para no ser nombrado por el autor de Fuera del juego.

Armando Quesada (ese sujeto que bravuconea para acallar a Norberto Fuentes) se empeñaría en descabezar el movimiento teatral y danzario de Cuba, con un fervor inquisitorial que bien le ganó el apodo de Torquesada.

Padilla acabaría, junto a Pepe Triana y el propio Piñera, como me ha contado esa alma generosa que es Ana María Muñoz Bachs, confinado a la redacción de traductores del Instituto del Libro. Ahí prepararía una antología de poesía inglesa de la cual aún recuerdo varios versos, de Blake y otros autores, transferidos a un español que no desmerece a los originales.

En dos momentos estremecedores de La mala memoria (libro que Giroud señala entre las lecturas de su investigación sobre este caso), Padilla narra cómo fue golpeado por agentes de la Seguridad del Estado mientras estos declamaban líneas de sus propios poemas.

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Fidel Castro le había visitado en el hospital, durante los días de su encierro, y le había hecho un par de advertencias. Al final del libro, se vuelven a reencontrar.

Finalmente, se le había concedido al poeta la oportunidad de salir de Cuba, siguiendo a su esposa. “Puedes volver cuando quieras, tus libros y tu casa no las va a tocar nadie”, le dijo.

Le señaló cuánto persistió a su favor García Márquez, insistiendo en que Padilla enumerara algún logro de la revolución y sonriendo cuando este apuntó que la industria cinematográfica lo era.

Vaya ironía: el filme menos visible de esa industria es el que ahora nos revela interioridades y detalles esenciales de su propia biografía. Y resulta una utilísima herramienta para comprobar, y definir, la hondura de un golpe que a medio siglo continúa siendo asfixiante.

El caso Padilla se añade a toda una línea igual de invisibilizada o poco frecuentada de la cinematografía cubana, si entendemos como tal ese territorio que más allá del control del ICAIC, y de los jerarcas políticos e ideológicos que influyeron en esa producción, incorpora fragmentos y memorias no menos necesarias para una idea mayor de cómo nos hemos representado en pantalla, y más allá.

En esa línea habría que mencionar, como antecedente puntual, Conducta impropia, dirigida por Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal.

En ese linaje, Conducta impropia se enlaza directamente a PM y, a partir de ese nodo, se ramifican muchas otras variantes de la verdad sobre Cuba, en la cual reaparecen varias de las inquietudes que en esa noche de la UNEAC estaban ya o quedaron flotando en un aire casi irrespirable.

Cuando se estrena Conducta impropia, Tomás Gutiérrez Alea la emprende contra ese documental; estamos en New York y es 1984.

El director de Memorias del subdesarrollo se irrita ante lo que ve, y comienza una polémica entre él y Néstor Almendros, colega de sus luchas en la fundación del ICAIC.

El debate alcanza a La Habana cuando la revista Casa de las Américas publica una nota de Alea, donde puede leerse de qué manera Titón trata de desmontar los argumentos de Almendros:

“Almendros sabe perfectamente que con medias verdades se pueden fabricar las más infames mentiras. Él sabe, por ejemplo, que la UMAP, los campos de trabajo donde fueron a cumplir el Servicio Militar una buena cantidad de homosexuales, fue un error y constituyó un escándalo que afortunadamente culminó con su desaparición y con una política de rectificación en ese sentido. La UMAP duró de 1965 a 1967 (no de 1964 a 1969 como dice Almendros en su artículo). Es decir, su desaparición data de unos diecisiete años. Sin embargo, en el documental se habla de eso como si se tratara de algo que ocurrió ayer o de algo que sigue vigente. Almendros sabe perfectamente que eso no corresponde a la verdad. (…) La imagen de nuestro país que nos ofrece a través de un anecdotario en el que habría que creer “porque sí”, porque viene avalado por su prestigio, es ridículamente monstruosa. Almendros conoce y maneja los clisés más difundidos sobre Cuba, las mentiras más enormes, que de tanto repetirse aspiran a convertirse en verdad, como pretendía el viejo Goebbels”.

En su texto, Alea cruza varias veces la línea en el análisis crítico que le merece Conducta impropia, traspasa la discusión a apreciaciones personales contra Almendros, apela a estadísticas y números de las conquistas revolucionarias y, al fin, reconoce que falta mucho para acallar ciertas demandas.

“También discutimos sobre homosexualismo y sobre estética y sobre los problemas de la mujer y sobre todo lo que afecta y limita la realización plena del ser humano. Pero estos son problemas que no se resuelven de un día para otro. Una sociedad comunista, el paraíso terrenal, ha de estar habitada por hombres mejores que nosotros en todo sentido. Pero somos nosotros desde aquí y en el tiempo que nos ha tocado vivir, con todos nuestros defectos, los que vamos construyendo poco a poco esa sociedad más justa. Pero no hay atajos en la historia. Somos conscientes de que nos queda un largo camino por recorrer, un tiempo prolongado de lucha contra un enemigo poderoso y contra los traidores que este acoge y alimenta.”

En 1993, sin embargo, Alea ensaya una mejor respuesta y estrena, junto a Juan Carlos Tabío y con guion de Senel Paz, Fresa y chocolate, que dialoga con el filme de Almendros y Leal aunque éste no se haya exhibido jamás en Cuba.

Lo que quiero decir al recordar ese debate es que sospecho que contra El caso Padilla, de Pavel Giroud, se activará la misma carga reactiva, hasta que llegue el tiempo en que lo que nos muestra pueda dialogar con otros testimonios, con otra manera de reorganizar nuestra memoria como Nación, sin excluir contraluces ni acallar las biografías de los sacrificados en pro de una utopía cargada de rostros, hallazgos, pérdidas y nombres.

Y no son estas las únicas piezas de ese mosaico mayor. Otros documentales y filmes se añadirían a esa noción mayor de un cine que habla de Cuba en diversas escalas de voz, amor y desapego.

El súper, Azúcar amargo, La otra Cuba, Nadie escuchaba, Suite Habana, Los amagos de Saturno, La ilusión, Seres extravagantes, La obra del siglo, Santa y Andrés, En un rincón del alma, Sueños al pairo… son solo elementos de un discurso también imprescindible para revelarnos y rebelarnos ante tantas comodidades.

La noción crítica del cine cubano acerca de nuestra historia ha sido eje inocultable de su órbita, por encima de los traumas que a veces han desatado títulos también diversos, sin olvidar Alicia en el pueblo de maravillas o las discusiones que hicieron perecer a la Muestra de Cine Joven.

Del progresivo descentramiento del Discurso Mayor han emanado esos títulos. Y, ahora, El caso Padilla nos lo devuelve como páginas que implican una reescritura, un análisis más a fondo de lo que hasta ahora se ha dicho, expuesto o susurrado acerca de ciertas verdades.

Cuando Armando Quesada, Luis Pavón y Jorge Serguera reaparecieron en la televisión en un fracasado baño de mármol que intentó resucitarlos sin mencionar el rol de censores que cumplieron a cabalidad en los 70, la intelectualidad cubana obró el pequeño prodigio de alzarse contra esa resurrección blanqueada.

Tuvimos entonces la guerrita de los emails y, a partir de ello, Desiderio Navarro organizó un ciclo de conferencias acerca del quinquenio gris que nos ocupó por dos años, mientras los principales medios de prensa cubanos se hacían los de la vista gorda.

En lo que se dijo en aquel ciclo, y en libros como El 71, anatomía de una crisis de Jorge Fornet, o Los juegos de la escritura, de Alberto Abreu, se ha intentado explicar aquel descalabro.

Pero siguen vivos algunos de quienes lo desencadenaron y, hasta ahora, no se les ha oído siquiera disculpa alguna.

Otros ya han fallecido, en la tranquilidad de sus lechos, sin haber respondido ni contado los secretos que se llevaron a la tumba. Muchos de ellos han de haber creído, en esa paz ficticia, que todo quedaría más o menos sepultado.

Hasta que aparecen documentos como este, que nos devuelven sus rostros y sus palabras, de manera innegable y demoledora.

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Como se comprobó en aquel ciclo del Centro Teórico Cultural Criterios, el efecto Padilla, detonante de las peores consecuencias, persiste en otras dimensiones.

Puede rastrearse el eco de su trauma, tropezar con sus secuelas en otras discusiones y exclusiones (el Mariel, el cierre del grupo Paideia, la suspensión de exposiciones o la censura a filmes, etcétera) que, al tiempo que coinciden con otras aperturas, parecieran curiosamente contrastar con la pervivencia de sus estrategias de silenciamiento.

Recordemos que en 1992 Rine Leal clamaba, desde La Gaceta de Cuba, por una restauración del teatro cubano más allá de fronteras, y cómo le respondió en esa misma publicación Enrique Núñez Jiménez. O la polémica desatada en esa importante revista por la aparición de un dossier dedicado al grupo literario El Puente.

En un subrayado acerca de esto, Pavel Giroud añade, en los minutos finales de su documental, imágenes de los jóvenes que se fueron al Ministerio de Cultura, el 27 de noviembre del 2020, en pos de un diálogo que acabaría disolviéndose, del peor modo, y que puso freno al anhelo de apertura que muchos de ellos, artistas e intelectuales en formación, aspiraban a encarnar.

Acelerado por el empleo de las redes, por los discursos de odio, por el linchamiento mediático, el efecto Padilla se repite, desde muchas latitudes y coordenadas, como un debate postergado, como un exorcismo que aún no termina, como un work in progress que lamentablemente sigue operando y dejando más pérdidas que certezas.

Aunque me parezca que ese añadido deja en el documental una suerte de inconclusa nota al pie, entiendo el porqué de su aparición. Pavel Giroud es cualquier cosa menos ingenuo. Y ese es el elogio con el cual quiero cerrar mis palabras sobre su documental.

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En esa entrevista última con Fidel Castro, Padilla recibe una advertencia del líder: “Si algún día cuentas esta conversación, recuerda que la tengo archivada. (…) Haré competir tu versión con la mía”.

Como nos recuerda Rashomon, la verdad es una sucesión de variables que se contraponen, se afirman y se discuten progresivamente.

Con El caso Padilla, tal vez estemos acercándonos a ese momento, en que hablen los archivos rigurosamente vigilados, y la verdad emane de esas confrontaciones que son definitivamente la Historia.

No dudo que en La Habana, siguiendo esa voluntad tan reactiva que nos caracteriza, ya se esté rodando un documental que responda a esta aguda combinación de archivos, testimonios y señales de alerta, acaso en la misma línea anunciada con la edición de Fuera (y dentro) del juego, libro que presentó Casa de las Américas para marcar el medio siglo de esos tensos acontecimientos que protagonizó un poeta al parecer inacallable.

Lo que más agradezco a este recio documental, que ahora recomienza sus exhibiciones en varios festivales del mundo, es ese impulso, esa voluntad, esa noción de archivo que al abrirse, por encima de años y de silencios, desenmascara, desnuda, devela el trasfondo de una verdad que al tiempo que nos pertenece, nos libera para hacer preguntas aún mayores.

One thought on “Didáctica de la censura: una noche de 1971, el caso Padilla y el efecto Padilla (3)”

  1. Inmenso el documental de Pavel GIROUD. He “vivido” este texto de Norge Espinosa con aquel mismo impulso y curiosidad que supongo muchos cubanos sentirán al ver esta obra cinematográfica. Gracias Norge. Gracias Manolito por publicarlo. Nos vemos el día 6 de marzo para ver “El Caso Padilla” en Miami.

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