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UNA NOCHE DE 1971

Primera parte de un análisis de Norge Espinosa Mendoza sobre la autoinculpación filmada del poeta Heberto Padilla y el reciente documental de Pavel Giroud sobre dicho acontecimiento.

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Gracias a la generosidad de personas amigas pude salir de La Habana tras haber visto, con solo algunas semanas de diferencia, dos audiovisuales que estaba ansiosamente deseando confrontar y que se conectan, por encima de cincuenta años, para iluminar una cuestión que aún sigue siendo tan vigente como dolorosa e inquietante.

Cuando me preguntaron si quería ver el corte completo de la autocrítica que en una noche de abril de 1971 pronunció el poeta Heberto Padilla, y cuya filmación por medio siglo parecía haberse evaporado, dije inmediatamente que sí.

Y cuando alguien me llamó para dejarme ver El caso Padilla, documental dirigido por Pavel Giroud que por vez primera muestra en público largos fragmentos de ese registro (como bien ha dicho él mismo) de lo ocurrido en la Sala Villena de la UNEAC durante esa noche agobiante, también respondí de inmediato.

Una y otra cosa (el registro y el documental), se interconectan y se separan, viven en sus propias naturalezas como materiales independientes que, sin embargo, dialogan por sobre ese medio siglo que hemos tardado en ver, finalmente, lo que sabíamos gracias a los relatos de algunos de los que allí estuvieron y que han contado, a manera de confesiones, anécdotas culposas o testimonios del horror, lo que la pantalla nos muestra ahora de modo contundente.

Vistos uno y otro lo que me estremece es, más allá de lo que nos ratifican, la manera en que el poder del cine, de la imagen filmada, se alza como una evidencia irrebatible ante la cual, como es el caso, no valen las alertas, las advertencias, porque lo que asoma en esas imágenes es algo que nos golpea irrebatiblemente.

Heberto Padilla parecía haberlo alcanzado todo.

En 1968, el ya elogiado autor de El justo tiempo humano y uno de los colaboradores más inquietos de Lunes de Revolución, ganó el premio de la UNEAC con su poemario Fuera del juego.

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Ese año el concurso de esa institución reconoció, además, una obra teatral, Los siete contra Tebas, como la mejor de las presentadas al certamen; la firmaba Antón Arrufat.

1968 fue un año de concursos complicados: se premió también en esa fecha, por Casa de las Américas, al libro de cuentos de Norberto Fuentes Condenados del Condado; y en teatro a Virgilio Piñera por Dos viejos pánicos.

Y de vuelta a la UNEAC, el premio David para autores noveles recayó, en el apartado de poesía, en el cuaderno Lenguaje de mudos, escrito por Delfín Prats.

Los libros de Fuentes y Piñera fueron publicados, pero sus autores estaban por hundirse en el index que perduró a lo largo de los años 70.

Peor suerte corrió el poemario de Prats, que fue convertido en pulpa y de cuya edición príncipe sobreviven poquísimos ejemplares.

La obra de Antón Arrufat y Fuera del juego fueron impresas, pero esos volúmenes no llegaron a las librerías.

Existen como prueba de que, a pesar de lo que se consideró peligroso en sus contenidos, la benevolencia de la UNEAC les permitiría existir, aunque ello añadiera a sus páginas una extensa nota (“Declaración de la UNEAC”, se llama) que analiza in extenso los errores ideológicos de esos textos y los denuncia como ejemplos de una literatura poco o nada revolucionaria.

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Ni Padilla ni Arrufat recibieron el valor del premio en metálico que debieron haber obtenido, ni viajaron a algún país socialista, como era costumbre por aquel entonces, tras alzarse con tales lauros.

Los poemas civiles de Padilla, su crítica al interior de la Unión Soviética como supuesto paisaje perfecto, y el uso de una ironía de tono particularmente amargo, empezaron a forjar a su alrededor la leyenda de un enfant terrible.

Pese a ello, la UNEAC lo invitaría a un recital de poemas inéditos, que él llamó Provocaciones y al que asistió con una camisa de color encarnado, según recuerda en sus memorias delirantes Reinaldo Arenas.

Leopoldo Ávila, el fantasma que desde las páginas del semanario Verde Olivo atacaba a los escritores y artistas empeñados en envenenarnos con una idea fracasada de la Revolución, no dejó de responder a tal acontecimiento en una de sus crónicas.

Entrevistado por la prensa extranjera, saludado como una voz hipercrítica dentro de un momento ya muy tenso entre los intelectuales y el poder político cubano, Padilla disfrutaba ese rol.

Tras el paso de Jorge Edwards por La Habana, coincidiendo con el fracaso de la Zafra de los Diez Millones y la expulsión del escritor chileno de Cuba, tan amigo de Lezama, Padilla y otros artistas tildados de desafectos, las apariencias y las sutilezas cayeron como un denso y rápido telón sobre muchas cabezas.

La que rodó de manera más espectacular fue la de Padilla.

Pero con ella también rodaron las de muchas figuras que acabaron silenciadas por la parametración, el quinquenio gris y las maniobras que desde el Consejo Nacional de Cultura, que encabezaba Luis Pavón, acabaron por imponerse.

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En el discurso de clausura del I Congreso Nacional de Educación y Cultura, que coincide con las fechas de esa larga y humillante autocrítica en la UNEAC, el propio Fidel Castro lo dejaba claro: no más intelectuales de la supuesta izquierda entre nuestros jurados y concursos, no más tibiezas con esas voces hipercríticas, no más blandenguería ni intromisión de escritores e intelectuales foráneos en nuestros asuntos.

Varios de esos escritores e intelectuales, al saber de la detención de Heberto Padilla, recluido en la Seguridad del Estado por varias semanas, habían firmado cartas exigiendo la inmediata liberación del poeta.

Sus nombres también caerían en ese index, sus cabezas rodarían, solo que en término más metafórico, junto a la de esos colegas cubanos que se habían creído que vivir una revolución era cruzar un campo, parafraseando la cita de Pasternak que abría ese libro maldito de Padilla.

Junto a otros documentos que ojalá algún día también aparezcan (como la filmación del velorio de José Lezama Lima, que junto a este otro corte es parte de esa leyenda de un cine invisible en las arcas de los casi impenetrables archivos cubanos), este registro de esa noche del 27 de abril de 1971 forma parte de una colección extraordinaria, en la cual queda expresada esa didáctica de la censura que en su documental del 2022 Pavel Giroud expone con acierto.

Lo que se ve en el corte original, que alcanza unas tres horas de metraje, es a un Heberto Padilla que, tras ser presentado ante el público que colmaba la Sala Villena por José Antonio Portuondo, vicepresidente de la UNEAC (Guillén, el presidente, viejo lobo, se “enfermó” para no cumplir ese rol), gesticula, se agita, se autoinculpa, como un actor que sabe de memoria su papel y lo demuestra brillantemente.

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Su camisa se llena de sudor, como si fuera un estigmatizado de la nueva causa, de esa conversión que aseguró haber vivido desde su arresto en las celdas de Seguridad del Estado entre el 20 de marzo y esa hora de su representación.

Cuando podría pensarse que solo le quedaba ofrecer su cabeza como prueba de tal epifanía, empieza a nombrar a personas y amigos que allí mismo se encuentran, en una maniobra de name dropping que recuerda tanto a las estrategias del Gran Terror stalinista como al maccarthysmo norteamericano.

Y aunque el espectador haya leído la autocrítica (publicada en su momento por la revista Casa de las Américas y otros medios cubanos y extranjeros), o conozca la anécdota mediante Reinaldo Arenas y otros que la han evocado, ver finalmente esas imágenes, y el horror que marca el rostro de los mencionados, añade un escozor, un malestar, un nuevo desasosiego a esa leyenda que ahora se hace mucho más palpable en sus peores consecuencias.

Como bien señalaron en su momento varios de los que reaccionaron a esa suerte de representación exageradamente teatral, el tono desesperado y el nivel de acusaciones que Padilla lanza sobre sí mismo, así como hacen los que le siguieron al micrófono, deja una pregunta en el aire: cuánto de ello tomó por sorpresas a esos “arrepentidos”, cuánto de ensayo previo hubo, y cuánto podría esperarse de ese baño purificador que las cámaras registraron minuciosamente.

La propia esposa del poeta, Belkis Cuza Malé, Pablo Armando Fernández, César López, Norberto Fuentes… son algunos de ellos.

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Manuel Díaz Martínez ha narrado en detalle ese procedimiento, revelando que tras su salida de Seguridad del Estado, el propio Padilla los llamó para advertirles sobre lo que ocurriría, y que debían aceptar allí a fin de que todos quedaran exculpados de sus pecados y errores ideológicos.

Díaz Martínez ya estaba señalado, por ser uno de los jurados nacionales que dio a Fuera del juego el premio de la UNEAC, junto a Lezama Lima, José Zacarías Tallet y los extranjeros J. M. Cohen y César Calvo.

Fuese como fuese, de nada les valió repetir esos parlamentos del guion pre-escrito. La oleada gris de los 70 los cenizó, y sepultó ese caso y a sus intérpretes, los del caso Padilla, por largo tiempo.

El caso Padilla acaso concluyó ahí, para satisfacción de los censores, pero el efecto Padilla perduraría por mucho tiempo, y sus secuelas acompañan a la cultura y la memoria de Cuba hasta el presente.

Su nombre reaparece acá y allá, como sucedió en 1994 cuando fue uno de los que participó en el llamado Encuentro de Estocolmo, con la intención de ejercitar el gesto de la reconciliación entre escritores e intelectuales cubanos de la Isla y el exilio.

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En 1999, Jorge Luis Arcos compila su panorama poético del siglo XX, Las palabras son islas, y ahí varios poemas de Padilla vuelven a verse en letra impresa en el país que Heberto abandonó en 1980 cuando, según Alfredo Guevara, ya había concluido su proceso de purga y estaba casi listo para reincorporarse nuevamente a la vida pública y literaria.

El resto de su vida transcurrió en el exilio, trabajando como profesor hasta su muerte en septiembre del 2000, víctima de un ataque al corazón, sin haber regresado jamás a Cuba.

Confieso que tuve que detener en varias ocasiones el visionaje de su autocrítica, porque aún resulta tóxica la atmósfera que de ella emana. Recordar las palabras leídas en las transcripciones, oírlas ahora, ver al protagonista de esta noche teatral gesticulando y sudando, es una experiencia demoledora.

Otro punto se añade a ello: la confirmación mediante la cámara de que todo estaba orquestado y que, incluso, desde la edición posterior de esa larga secuencia, los nombres y rostros se hallaban claramente identificados.

Padilla menciona a David Buzzi y la cámara lo localiza de inmediato. Arenas y otros contaron que Virgilio Piñera, al ver lo que iba aconteciendo, se deslizó de su silla y se sentó en el suelo, para evitar que Padilla lo viese y lo llamase al micrófono.

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Por años oí y leí eso: al fin vi ese plano terrible: el mejor dramaturgo cubano acuclillado en el suelo de la Sala Villena, mientras se oye a Heberto decir que los intelectuales no han sabido sino ser ingratos a la Revolución, criticándola en lugar de hacer el canto glorioso que de ellos se esperaba.

Ese canto que al fin, nos dice, ya entiende, tras haber escrito poemas a la primavera desde su encierro.

Ese corte crudo, directo, de la autocrítica, al fin empieza a hacerse visible entre nosotros -anteriormente solo unos pocos minutos de ese metraje vieron la luz en el documental Luneta 1, de Rebeca Chávez (2012).

Y yo, que no creo en las coincidencias, trato de ver más allá, de enlazar miradas, palabras y ademanes, para leerlo en la dimensión que nos explique de qué manera aún hoy ese desasosiego aún nos acompaña.

El documental de Pavel Giroud es de extrema utilidad en ese sentido, y dobla el desafío del ojo que, como dice en unos de sus versos Heberto Padilla, a fin de desentrañar ciertas verdades, está “obligado a ver, a ver, a ver.”

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2 thoughts on “Didáctica de la censura: una noche de 1971, el caso Padilla y el efecto Padilla (1)”

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