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Cuando llega el momento, en el video en el cual Michelle Yeoh repasa sus principales apariciones cinematográficas, de hablar de su personaje en Everything Everywhere All At Once, la veterana actriz no puede evitar emocionarse hasta las lágrimas.

Porque era ésta la oportunidad que había esperado durante años, dice, para demostrar que ella era capaz de ofrecer tanto a un papel que le diera todo ese amplísimo rango de posibilidades. Y vaya si lo aprovecha.

Ella, desde la piel y las muchas encarnaciones de Evelyn, no pierde uno solo de las poco más de dos horas de este filme, que se van volando para decirnos que, en efecto, es una superheroína a su modo.

Y con eso, lo que ya admirábamos de sus desempeños desde los días gloriosos de Crouching Tiger, Hidden Dragon, se eleva a un nivel superior, gracias a la carga infinita de humanidad que la actriz de casi 60 regala generosamente a su rol, y a todos nosotros.

Creo que desde que vi el anime Belle una película no me conmovía tanto, por aquello de recordarme la verdad esencial de que el cine es una historia resuelta en imágenes y verdades posibles, no solo un entretenimiento recocinado a partir de las mismas fórmulas.

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Lo curioso es que Everything…, dirigida por los Daniels (Daniel Kwan y Daniel Scheinert), moviliza su argumento a partir de la idea del multiverso, ahora tan de moda gracias a Marvel pero que, como idea, ya estuvo en experimentos de otros directores.

Ellos mismos han contado cuánto les deprimió ver el concepto de este filme en manos de otros realizadores -en el excelente animado Spiderman into the Spiderverse ya está el impulso de todo lo que aquí se replantea-; pero, por suerte, lo que ellos discuten perdura como clave de interés y tiene que ver, más allá de las espirales y caídas en tantas dimensiones alternativas y paralelas, con el modo en que una persona, una mujer, una madre, puede reaprender de su vida cuando ya todo está a solo un paso del abismo.

Inicialmente concebida para Jackie Chan, la trama fue reescrita en función de Michelle Yeoh, lo cual confirma -incluso para el más agnóstico- que Dios existe.

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Evelyn es una mujer madura a punto del divorcio, una inmigrante también en peligro de perder su lavandería y, aún peor, a punto de perder la verdadera comunicación con su hija: una joven lesbiana que intenta ser reconocida por la familia en la que se incluye ahora el padre de Evelyn, recién llegado de China y portador de ideas muy conservadoras.

Con todo esto encima, Evelyn descubre que Waymond, su esposo, tiene un alter ego capaz de conducirla al multiverso, a fin de salvarla pues se encuentra en peligro mortal. Que tal revelación le llegue a la protagonista justo en la oficina en la cual debe hacer lo imposible por no perder la licencia de su negocio, no la ayuda mucho. O sí, porque la pone a prueba y la lanza a sitios jamás imaginados.

Lo que sigue es una película delirante, en el sentido más absoluto del término.

Un juego narrativo de múltiples capas y homenajes, que juega no solo con los destinos que en esos multiversos hubiese podido conocer Evelyn, sino con la propia identidad de Michelle Yeoh, homenajes al cine (lo mismo a In the mood for love que a Ratatouille, que al género wuxia), la ópera china, el dibujo animado y, literalmente, a casi todo lo que hemos creado los seres humanos.

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Extrema, alucinante, desaforada, desparpajada, Everything Everywhere All At Once en realidad contiene un núcleo muy íntimo que pone el conflicto mayor en la posibilidad del amor filial y la existencia de la familia como eje de todas las verdades, y que nos hace pasar de ese vértigo a ratos tan abrumador a esa idea tan básica, tan sencilla, y que el filme defiende sin cinismo, por debajo de tanta vorágine que no pocas veces se asemeja a un viaje con LSD.

En medio de esas idas y venidas de montaña rusa sin freno, que nos obligan a ver una y otra vez las secuencias para identificar en lo posible las citas, los referentes, los guiños y los asomos casi secretos de códigos que los directores acumularon en esta suerte de enciclopedia visual, Michelle Yeoh jamás pierde su centro.

Llora, grita, lucha, resiste, se asombra de sí misma, canta, ríe, pasa de un universo a otro de las maneras más absurdas e hilarantes y, de paso, revisita una vida en la cual, quizás, cometió demasiados errores para al fin aprender de ellos.

Su gran rival, la ladygagesca Jobu Tupaki -interpretada por Stephanie Hsu-, es una variación que emana de su propia hija (un camino, rectificaría acaso un amigo santero) que se alimenta de la incomunicación que ambas sostienen.

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El mundo va a ser devorado por un bagel (no es una errata), que es en realidad la puerta a un arrasador agujero negro. Los mismos rostros reaparecen una y otra vez como enemigos de Evelyn, aliados con su contrincante, porque imaginan que será fácil vencer a esta mujer común, agobiada por la vida cotidiana y el esposo blandengue.

Pero esa es solo la punta del iceberg, y uno acaba siendo arrastrado por esta invitación al non sense más puro. Evelyn, como Alicia, cae en una madriguera (de tiempos y rejuegos) que nos arrastran hacia un nuevo país de maravillas y al otro lado de espejos infinitos.

Para crear esas alucinaciones y atrapar al público en tales desenfrenos, Everything Everywhere All At Once tiene que convencer por sus cuatro costados.

El guion nos lleva de un sobresalto a otro, aún a riesgo de la saturación. Pero es tan sólido como que pasemos por los momentos más difíciles de creer, incluida la pelea descacharrante que incluye esos consoladores, las lesbianas con dedos de hot dogs y las escenas de las piedras madre e hija.

La espléndida fotografía de Larkin Seiple y la edición puntillosa de Paul Rogers, así como el sonido y la música, son las armas secretas de la trama, eficaces en crear uno y mil universos, llevándonos a través de ellos sin descanso ni asomo de agotamiento creativo, arropando a la protagonista de los modos más inesperados en cada una de sus encarnaciones.

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Y junto a ella, en el elenco, hay una Jamie Lee-Curtis que tampoco deja de pisar firme, en las insólitas variantes de su temible funcionaria pública, y está el regreso a la pantalla de Ke Huy Quan, a tantos años de que brillara como actor infantil en The Goonies y en Indiana Jones and the Temple of Doom.

Divertida y enervante, inteligente y provocadora, electrizante como una inyección de anfetaminas y, por fin, capaz de recordarnos que el cine es una experiencia que habla de nosotros, de nuestras pequeñas existencias, elevadas a un multiverso donde también lo extraordinario es posible, el segundo largometraje de los Daniels es una metáfora rotunda de nuestro tiempo: de la demencia compartida en el hastío durante una época en la que han crecido los distanciamientos, y no ha faltado la hora en que nos hemos preguntado si sufrimos el peso de algún error, en lugar de lo que esperábamos de la vida prometida desde los sueños de la niñez y la adolescencia.

Pero también desde ahí nos dicen que la vida, sea cual sea, bien aprovechada, es un regalo que no deberíamos jamás desestimar.

En algún universo paralelo, usted y yo estamos librando otras batallas, muriendo o resucitando, pero tratando de encontrar siempre nuestro rostro más auténtico. No deje de aprovechar ese momento.

Y si aún no ha visto el primer filme de los Daniels, Swiss Army Man, no deje de buscarlo y verlo.

Le aseguro que ahora mismo, en algún cine de esos universos imposibles, están por empezar a proyectarlo. No se lo pierda.

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