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La carrera de Pedro Almodóvar está llena de anécdotas y situaciones bizarras, que en algunos casos emulan con las situaciones de sus películas, esas 22 obras que son la filmografía de uno de los más respetados directores de todo el mundo.

Arrancando en 1980 con Pepi, Lucy, Bom… y otras chicas del montón, rodada durante los fines de semana por más de un año y que acabó siendo aquel reflejo intenso e inmediato de la Movida, hasta la recién estrenada Madres paralelas; el cineasta manchego ha creado un mundo propio, un universo autónomo, que puede darse el gusto de dialogar consigo mismo, y lanzar guiños constantes a sus devotos, claves y secretos a medias que con el paso del tiempo han evolucionado desde el tono agresivo y chillón de aquellas primeras películas, a la contención de Julieta o este nuevo título.

Lo almodovariano no se reduce a sus películas, aunque no podría explicarse sin ellas.

Espejo y pantalla a la vez, nos permite reconocernos en esa gama en la cual, tras determinadas metamorfosis, grandes éxitos y algunos tambaleos, lo que predomina como vaso comunicante es la pasión, la intensidad con la cual sus personajes se defienden y definen, por encima de tantas contingencias.

Una de esas anécdotas bizarras suyas ocurrió en la gala de los Goya del 2000, cuando tras recibir el premio a la mejor dirección, saltó al escenario y… felicitó al entonces príncipe Felipe VI -allí presente- por su cumpleaños, lo cual terminó en plan Marilyn Monroe. Un gesto que dejó pasmados a algunos, exultantes a otros e indignados a no pocos.

Así es él y así es su cine, impredecible y con tintes de espectacularidad.

Recuerdo ese momento archivado en la omnívora memoria de YouTube porque el cine de Almodóvar ha eludido menciones demasiado directas a ciertas figuras de la política española, aunque él, en conferencias de prensa y otras apariciones públicas, ha sido frontal expresando lo que piensa de algunas.

Con Madres paralelas, se ha unido eso y sus tramas de ficción: la sombra del franquismo y sus víctimas al fin son cita directa en uno de sus guiones. Y lo cierto es que uno, tras ver las dos horas del filme, no deja de preguntarse si Almodóvar se ha tardado demasiado para ello.

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No falta quien ha dicho que esta es su primera película política, y ello me parece un error. Pueden leerse muchos de sus guiones y localizar en ellos referentes que ayudan a entender quién es el ciudadano Pedro Almodóvar a través de ellos.

«La realidad debería ser prohibida», dice una editora desagradable en La flor de mi secreto. «¡Usted no es una feminista, usted es una hija de perra!», le grita Pepa Marcos a Paulina Rojas en Mujeres al borde de un ataque de nervios, donde no falta una pareja de policías mal encarados.

El cine todo de Almodóvar discute esas reacciones entre el poder, la libertad y el individuo, que mira con recelo a sus funcionarios y mandantes.

Aquí esos fantasmas vienen desde la Guerra Civil y, mediante un acto de concientización, el germen del guion finalmente se convirtió en esta película, anunciada en otras, como suele pasar en el universo almodovariano.

Dos madres solteras a punto de dar a luz coinciden en un hospital: Janis, una fotógrafa de cuarenta años (Penélope Cruz), y una adolescente, Ana (Milena Smit).

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Tendrán a sus hijas a la misma hora y el mismo día, y aunque ha surgido entre ellas una amistad, no volverán a reencontrarse sino tiempo después de los nacimientos. La niña de Ana ha fallecido (muerte súbita, nos explican) y Janis ha descubierto que no es ella la madre de su criatura.

Las dos mujeres están enlazadas por ese misterio, y la revelación del mismo las pondrá en una crisis que quebrantará todo el afecto que comparten.

Y en medio de todo ello está la esperanza de Janis, quien anhela poder abrir la fosa común de su pueblo natal, a fin de recuperar los restos de quienes fueron asesinados por los franquistas; cosa en la cual le ayuda Arturo, el antropólogo que es, además, o parece ser, el padre de esa niña que Janis no engendró pero tiene como suya.

Las dos líneas se entrelazan una y otra vez, no siempre de modo coherente ni equilibrado. Si en Dolor y gloria, Almodóvar lograba insertar en el rejuego de su trama varias posibilidades narrativas, acá no logra el mismo efecto con igual eficacia.

La historia de las madres y sus bebés cruzados al nacer depende de un hilo de melodrama que pide al espectador creer ciertos detalles demasiado vagos.

¿Por qué Janis, al saber la verdad sobre su supuesta hija, calla? ¿Por qué no insiste en acudir a su abogado o acude a su amiga Elena? ¿Por qué una mujer de carácter resuelto, como ella, no encuentra una solución racional a un dilema tan agobiante?

Hechas las preguntas, hay que concederle al director y guionista su modo de plantear la fábula, aunque no siempre creamos en ciertos puntos de su desarrollo.

Mientras ese lado del guion se enmaraña al tiempo que Janis y Ana se van uniendo cada vez más, lo relacionado con el asunto de la Guerra Civil y la Ley de la Memoria Histórica aparece y desaparece, como rafagazos de un tono a ratos disonante.

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Vuelvo a aquella noche de los Goya en que Almodóvar cantó con parte de los presentes en la sala el ‘cumpleaños feliz’ al hoy Rey de España. Al lado del futuro monarca, estaba sentado Mariano Rajoy. Y por una de esas bizarras circunstancias, fue una frase jactanciosa de ese señor la que reactivó el proyecto de Madres paralelas, al proferir el ex presidente que había destinado «cero euros» a la Ley de Memoria Histórica.

Janis es la hija de una hippie que le puso ese nombre en honor a Janis Joplin. Ana es de una generación a la cual la memoria y la historia le resultan ajenas.

Almodóvar ha querido explicar a esos jóvenes el por qué debe importarles la deuda que su país tiene aún con esos muertos, pero lo hace, en la escena en que ambas se enfrentan, con el dedo levantado, en un tono que huele a panfleto y no desde las palabras que dos seres que se han unido tanto, podrían compartir.

Ese instante debería ser crucial para que la doble intención del filme funcionara, pero no se logra. Y ello es una señal de alerta acerca de cuán difícil nos resulta a los de una generación que ha cargado con ciertos compromisos el saber legarlos y exponerlos a los más jóvenes, en el mundo cada vez más superficial y cínico del selfie, el Tik Tok, y los chantajes cibernéticos.

Semiahogado en el conflicto más urgente que va a quebrantar a las dos mujeres, el discurso de Janis parece retórica, y desde las leyes del melodrama, Ana solo puede responderle: «Yo solo quiero estar donde estés tú», con lo cual se desmorona todo hacia el agujero de la sensiblería, y hay que aguantarle todavía a un crítico que nos diga que ese instante casi lo pone a llorar.

La crítica, por cierto, ha tratado muy mal a Madres paralelas en España. Carlos Boyero, némesis infatigable de Almodóvar, ha dicho que es un filme oportunista.

Yo creo que es un filme imperfecto, pero no lo tildaría así, aunque el dictado de ciertas agendas del momento sea una costura muy evidente en diálogos y detalles, como esa camiseta con slogan tan obvio que luce Janis.

La taquilla tampoco le ha sido amable. Las candidaturas al Goya, menos: ocho nominaciones distantes del récord impuesto por El buen patrón, que acumula veinte.

Penélope Cruz ganó la Copa Volpi y otros lauros por su desempeño, con el cual consigue echar a andar todo el filme, y desde Volver no se le veía tan segura.

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A su lado destacan Aitana Sánchez Gijón (con la cual se hace un guiño a Lorca, otro de esos cuerpos de la Guerra Civil aún no recuperados, el más famoso de todos), una madura Rossy de Palma, un discreto Israel Elejalde, y con una breve aparición, la siempre excelente Julieta Serrano.

Y amén de los cameos de Daniela Santiago (directamente desde la serie Veneno, un guiño a los Javis), y la deportista Ana Peleteiro, ahi está Milena Smit interpretando a Ana, el gran hallazgo del filme, con ese aire andrógino que como un Tadzio femenino aporta un brillo propio a no pocas secuencias.

Fuera de su patria, a Madres paralelas le ha ido mejor. En Francia y Estados Unidos la han puesto por los cielos, y eso habrá ayudado a Pedro Almodóvar a lamerse la vieja herida que vuelve a abrirse de vez en vez, cuando una película suya no es tan celebrada en su país.

Ha pasado otras veces y aquí era de esperar que el remover la tierra en busca de ciertos cadáveres, cuestión polémica siempre, no iba a granjearle mucho favor.

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Este filme, rodado con oficio, con la gama de colores más sobrios del Almodóvar más reciente, y arropado por la música de Alberto Iglesias, es otro añadido a las historias de sororidad que nos ha narrado el director.

Y subraya eso desde una voluntad de denuncia que aunque justa y necesaria, pugna por hacerse visible y creíble dentro de una trama en la que el melodrama es quien se roba el protagonismo. Aunque esta vez no haya una canción ni un bolero de Olga Guillot para rematar alguna escena.

Creador veterano, hombre talentoso y con una obra aún en movimiento, por esta vez Almodóvar ha querido hacer correr dos de sus obsesiones: la maternidad y la memoria, por vías paralelas.

Y casi lo consigue. Casi.

Aunque ya se sabe, por ley matemática, lo que ocurre con dos vías así: difícilmente lograrán unirse en algún punto. Aunque el camino sobre el que corran esté colmado de buenas intenciones.

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