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Así como ha sido capaz de crear filmes enteramente magistrales, Ridley Scott ha sido también responsable de obras desiguales y menores.

Tras su debut con The duellists, vino Alien, y gracias a su manejo poderoso de la visualidad, las atmósferas, el suspense y un estilizado concepto de producción, renovó de un solo golpe el cine de ciencia ficción y el de terror.

Nunca ha ganado el Oscar como director, pero algunos de sus otros títulos (Leyenda, Blade Runner, Thelma & Louise, Gladiator, The Martian…), demuestran a lo largo de décadas su versatilidad y capacidad creativa, que se extiende a la televisión con series como Raised by Wolves y que, finalmente, le ha hecho recoger honores en las entregas de los Golden Globes y el BAFTA.

Maestro de ojo poderoso, va a cumplir ya 84 años. Y uno quisiera, francamente, que los celebrara con una película en cartel más digna de sus dotes que la decepcionante House of Gucci.

A solo semanas del estreno de la también suya The last duel (a la que le ha ido fatal en la taquilla), Scott vuelve a las pantallas con esta versión de los hechos que rondan el final del imperio Gucci, antes de que todo lo relacionado con ese apellido en el mundo de la moda perdiera relación con la familia que inventó dicha empresa.

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En el medio de esa pérdida, está una mujer Patrizia Reggiani, quien se casó con el heredero de la firma, y varios años más tarde fue acusada por el asesinato de Maurizio, baleado en 1995 a la luz del día: ese hombre en cuyo liderazgo pocos confiaban.

La historia real cubrió tabloides e hizo correr ríos de tinta.

Hoy Patrizia, tras cumplir gran parte de la condena que la llevó tras las rejas, reaparece bajo la figura de una Lady Gaga a quien Ridley Scott confió la difícil tarea de llevar las riendas de un filme que pasa de las dos horas y media.

Lo peor que puede achacarse a House of Gucci es que carece de cualquier elemento que pudiera recordarnos que lo ha dirigido alguien con un sello tan personal como Ridley Scott.

Un guion no carente de pausas innecesarias e incongruencias, un filme monótono que se pierde a medio camino tras un inicio prometedor, sin asegurar al espectador tensión alguna o cierto grado de atmósfera y suspense, y que se tambalea entre matices operáticos (¡oh, Italia!), y momentos que parecen sacados de un reality show de amas de casa a lo Real Housewives.

Si la intención fue no permitirnos establecer ninguna empatía con estos personajes, el objetivo fue cumplido con creces.

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El punto de tragedia que hay detrás de todo esto (la muerte de un hombre que con su caída arrastra a todo un mundo, como si de un nuevo imperio romano se tratara), se diluye en el pulso vacilante de una película a la que le sobra como mínimo media hora y donde la fotografía y demás elementos no pasan de la corrección que le perdonaríamos a un principiante. Pero no a un veterano tan hábil como debería ser aquí también Ridley Scott.

En cuanto a las actuaciones, no hay mucho que destacar. Si Jeremy Irons (en el papel del patriarca Rodolfo Gucci, que se había pensado para Robert de Niro) y Adam Driver como Maurizio apelan a sus recursos menos arriesgados para salir con una dignidad que de ahí no pasa, el resto del elenco ofrece una gama más variopinta.

No creo, a pesar de los arrebatos de sus fanáticos, que Lady Gaga llegue a ganar un Oscar por su retrato de la Reggiani: ni tan desastroso ni tan deslumbrante; pero estoy casi seguro que Jared Leto va a ganarse una Frambuesa de Oro.

Bajo capas de látex interpreta a Paolo Gucci, en algo que solo requiere de unos pantalones tres tallas más grandes para mostrarlo como un auténtico payaso: una suerte de jóker maniatado por su propio ridículo que siempre parece estar de más.

En algún momento Al Pacino recuerda que le están pagando por actuar, y se empeña en reeditar alguna escena suya de El Padrino.

Salma Hayek está ahí más como la pareja real de uno de los principales ejecutivos de la casa Gucci en la actualidad, que como Pina, la amiga que ayuda a Patrizia a consumar su crimen.

Las escenas que comparte con Lady Gaga son un atentado al oído del público, así de atroces suenan los acentos con los que ambas intentan realzar sus caracterizaciones.

No en balde sus personajes terminan en la cárcel; sus sentencias hubieran sido más largas si la Corte las hubiese juzgado por la pronunciación de esos parlamentos.

House of Gucci es una de esas películas que, debido a la inconsistencia en el manejo de sus claves y puntos de giro, es capaz de provocar risas en el momento menos apropiado, como si sus personajes devinieran caricaturas trazadas a golpes de brocha gorda.

Cuando Pina presenta a Patrizia el par de maleantes que matarán a su esposo, Lady Gaga aparece ante ellos con un look que recuerda más al alter ego masculino de su propia carrera musical: Jo Calderone, que a la maquiavélica y sofisticada cazadora de fortunas que hemos visto hasta ese punto.

La banda sonora, llena de hits de la era disco y el pop de los 80 y 90, es un alivio en medio de tanta narración sin alma, a pesar del traspié que es poner, sobre los créditos finales, el infeliz dúo entre Luciano Pavarotti y Tracy Chapman.

Ambos entonan Sorry, una célebre balada de la segunda. Y eso es lo que uno termina diciéndole a House of Gucci: sorry.

Disculpa pero no te creo. Disculpa pero esperábamos más. Disculpa, pero de Ridley Scott podíamos recibir algo menos externo.

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Al fin y al cabo, él ha sabido presentarnos historias excelentemente narradas con mujeres en el rol de firmes heroínas.

Uno se pone siempre exigente ante alguien que ha sabido reinventar ante nuestros ojos tantos mitos.

Al fin y al cabo, hablamos del artista, del excelente director que nos regaló las versiones más recientes y poderosas tanto de la Bestia (Alien) como de la Bella (Brad Pitt, ay, eternizado en aquella escena inolvidable en que empuñaba una secadora de pelo).

Fastuosa pero solo en decorados, profusa en recursos pero rara vez sutil, extensa pero no profunda, colorida pero plana en texturas y matices, House of Gucci es una mansión elegante y desolada.

Un raro cuento que termina en asesinato, pero que nunca nos deja ver una sola gota de sangre. Tal vez porque, pese a todo lo que quiere revelarnos, es un filme que no tiene corazón.

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