Don´t look up, el nuevo filme de Adam McKay, logra su cometido al tiempo que queda atrapada en su moraleja, como un chiste que se agota al girar sobre su propio eje.
Ante los horrores del mundo contemporáneo, me digo una y otra vez: que nos caiga encima el meteorito, la roca celestial que nos borre de la faz de la Tierra tal cual ya pasó con los grandes saurios una vez.
Como dijo en una entrevista Carmen Maura: “el futuro ya no es lo que era”, y en esa frase imperfecta se advierte el creciente desencanto que no pocos sentimos ante una realidad en la que se han cumplido las peores profecías.
Las utopías en crisis, la cultura maquillada de entretenimiento vano, las mentes atadas a los teléfonos y a los algoritmos, pandemias y crisis migratorias, la nueva oleada de extremismos y posturas fundamentalistas, y la celebración de la idiotez como acto narcisista, evidencian el desequilibrio de una civilización que parece haber olvidado lo aprendido, que se ha perdido el respeto a sí misma y luce tan contenta con ello.
Contra buena parte de eso, en su sátira más reciente, Adam McKay ha disparado sus dardos.
Don´t look up, producida por Netflix a un costo de 77 millones de dólares, apunta contra todo eso. Y el resultado es una película que más allá de esa preocupación y validez como señal de alerta, termina siendo blanco de sus propias bromas, en un raro efecto boomerang de su propia agenda.
Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio (Kate Dibiasky y Randall Mindy) son dos astrónomos que descubren que un cometa de tamaño descomunal se acerca peligrosamente a la Tierra, y tratan de advertir al mundo de ese peligro letal. Pero la estupidez humana, expresada en un nivel que apenas tiene matices, no les hace el menor caso.
Con ese argumento tan simple (que recuerda lo mismo a Armaggedon que a las mucho mejores Contact y Melancholia), Mckay estira la trama por dos horas y algo más, insistiendo una y otra vez en esa visión monocromática de la idiotez, reforzada por el negacionismo, la codicia, las ambiciones políticas y el vacío de nuestros días.
Y aunque se trate, en efecto, de una sátira, el resultado deviene casi panfleto, al reiterarse esa misma concepción una y otra vez, en un efecto tan polarizado como las propias opiniones que Don´t look up ha obtenido desde su estreno.
Distopía post-trumpista, dictada por un guionista y director que se reconoce como “democratic socialist”, parece responder más a una agenda que a las leyes de una comedia de matices sociales.
Y es por ello que fallan varios de sus recursos, más cercanos a los de un documental de Michael Moore, que a los hallazgos de esa poderosa sátira política que sigue siendo el Dr Strangelove de Stanley Kubrick.
A falta de una escena postcrédito, que le sirve a McKay para dar un puntillazo final a su película, el director nos ofrece dos; y la segunda es francamente innecesaria, especie de explicación sobreseída acerca de sus intenciones.
Y en ese rizar el rizo, ese hacer tan obvia su perspectiva (eso que en los años 70 y 80 aún se exigía como “mensaje”), se le van varios tiros de salva y se queda mucho de su propósito en lo que en inglés se denuncia como “too in the nose”; demasiado en la nariz.
Chistes de brocha gorda (desde las payasadas de Jonah Hill hasta la anécdota de un Sting que se pedorrea), personajes estereotípicos y planos, subtramas estiradas como la del romance de Randall con la presentadora de televisión que Cate Banchett trata de salvar con todo su carisma, la presencia burbujeante pero que poco aporta de Arianna Grande como una caricatura de sí misma –canción insufrible añadida-, y ese corte de pelo de Jennifer Lawrence, todo se confabula para crear esta suerte de episodio alargado de Saturday night life, del cual Mckay fue guionista alguna vez.
Y ello no sería tan molesto si a la falta de sutileza y a la obviedad de sus propósitos no se añadiera un cierto aire de superioridad que parece fiscalizarnos a todas y todos como una especie incapaz de reaccionar ante lo inevitable, consolándonos con una cena familiar mientras el planeta estalla y los millonarios escapan de la catástrofe que, víctimas de la codicia, no quisieron evitar.
También en Mars Attack (respuesta de Tim Burton al discurso chovinista de Independence Day), en Idiocracy, en otras películas, se han retratado con humor punzante las limitaciones extremas de la sociedad norteamericana.
A solo unos días del aniversario de aquel ataque al Capitolio por las hordas que apoyaban a Trump en su mesianismo y sus teorías conspiratorias, queda claro el desequilibrio en el que todo eso dejó a una nación que se presenta como modelo y, al mismo tiempo, deviene un paisaje tan tenso, panorama que aún pervive como eje de numerosos debates.
A McKay lo secunda un elenco de indudable poder en la A-list de Hollywood, que en varios casos ayudan a dorar la píldora que en realidad es Don´t look up, y que son parte del lado “progre” de esa fábrica de sueños.
Meryl Streep obtiene su dulce venganza contra el presidente que la tildó de “sobrevalorada”, Rob Morgan, Mark Rylance, Ron Perlman y el ubicuo Timothée Chalamet sacan partido de sus escenas, amén de los ya mencionados, en un desfile de rostros que, desde los espejismos de Hollywood, se deja ver como otro ejercicio de filantropía que a ratos parece el comercial de una campaña alargada de Salvemos al planeta.
Y es por ello, no en balde, que la película ha merecido el elogio de científicos preocupados por el cambio climático. Y el rechazo de no pocas mentes conservadoras, sirviendo el filme de paso para subrayar sus denuncias en una discusión que va más allá de sus logros y sus errores.
La mayor utilidad de Don´t look up, cuando pase el fervor de la polémica que ha movilizado a quienes la aman o la detestan sin matices intermedios en sus opiniones, emergerá de esa misma bipolaridad, de ese ejemplo que en sí mismo es esta película de la crisis de estos días, y de la incapacidad nuestra para asumir una controversia en términos menos extremos y más provechosos.
Filmada con oficio y sin mayores intenciones que la de hacer clara, hasta la obviedad, su denuncia, Don´t look up logra su cometido al tiempo que queda atrapada en su moraleja, como un chiste que se agota al girar sobre su propio eje, sabiendo que no dejará indiferentes a sus espectadores, y cómodo en esa autocomplacencia.
Sí, vivimos en un mundo así de frívolo, banal, estúpido; pero por suerte la realidad es mucho más intensa. Lo curioso es que pese a tanto desastre y caos cotidiano, aún sobrevivimos.
Eso es lo que parece haber olvidado Adam Mckay, al lanzar una broma incómoda que no “mira hacia arriba” pero tampoco aparta la vista de su propio ombligo.
Y en la comedia, ya se sabe, es pecado mortal hacer un chiste que, de antemano, pretende saberse demasiado gracioso. Pocas cosas son tan escasamente risibles como una consigna.
Y esta película, con sus momentos certeros, y esos en los que quiere legarnos advertencias que no por necesarias acaban siendo acertadas en su guion, a veces carga con el peso de una consigna que deviene, vaya qué broma, su propio meteorito.
(Santa Clara, 1971). Poeta, dramaturgo y crítico de teatro cubano. Pertenece al Consejo de las Artes Escénicas. Muchos de los espectáculos que ha asesorado para el grupo teatro El Público han merecido el Premio de la Crítica. Sus poemas se incluyen en antologías de Cuba, España, México y Estados Unidos.
Excelente reseña. Norge dio en el clavo.