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Esta entrega me confirmó que el Oscar es eso, un respetable señor ya de más de nueve décadas, que lucha por aferrarse a algunas de sus tradiciones, al tiempo que pretende convencernos de su sintonía con aires estéticos y políticos más recientes.

La única vez en que me dispuse a ver por entero la ceremonia de los Oscar fue en el 2002, durante mi retiro en Iowa, tras haber pasado el International Writing Program en la acallada ciudad.

Como alivio contra el invierno, me alisté a soportar las tres horas de velada, alentado además por saber cómo se evidenciaría el eco de los ataques del 11 de septiembre del año previo en una gala marcada por la alfombra roja y los manejos promocionales de las estrellas concurrentes.

Tom Cruise se encargó de dar el tono, con un discurso que sirvió de pórtico a la aparición de Whoopi Goldberg como anfitriona oficial de una gala que se propuso saldar deudas con la comunidad afroamericana, entregando lauros a Halle Berry, Denzel Washington y Sidney Poitier. Luego de eso, me he conformado con ver fragmentos de las ceremonias, los discursitos cargados de lágrimas y frases de una sorpresa no siempre creíble, y dialogar con mis amigos acerca de ese galardón tan caprichoso (y poderoso) que ya llega a su edición 91.

Esta entrega me confirmó que el Oscar es eso, un respetable señor ya de más de nueve décadas, que lucha por aferrarse a algunas de sus tradiciones, al tiempo que pretende convencernos de su sintonía con aires estéticos y políticos más recientes.

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Lo primero, la decepción mayor de la noche: Glenn Close no se ganó el premio al cual ha estado nominada ya en siete ocasiones. Lo ha perdido contra Jessica Lange, Meryl Streep o Linda Hunt, entre otras, y ahora Olivia Colman la derrotó, y hay que decir que fue en buena lid. El trabajo de la inglesa en La Favorita es impecable, una mezcla asombrosa entre humor, patetismo, mordacidad, que sostiene la estrambótica película de Lanthimos, tan nominada y finalmente ganadora solamente por esta interpretación.

No sé, pero desde que vi a la siempre muy sobria Glenn ataviada con tanto ropaje dorado en la alfombra roja, tuve un mal presentimiento. La Academia tiene algo contra ella que solo podría explicarse recordando el caso de Deborah Kerr, quien también en su día tuvo que conformarse con el Oscar de Honor que parece ser el destino, si alguna justicia queda, en la trayectoria de una mujer que siempre es eficaz, contenida, y que ha derrochado versatilidad en la comedia, el drama, el thriller y hasta el musical, pero que no logra convencer a los caprichos de este figurín dorado.

Olivia Colman es la estrella del momento, la veremos al menos en dos temporadas de The Crown, y el Oscar siempre ha amado a los recién llegados. Junto a Glenn Close estamos sus admiradores, los que la sabemos una gran artista más allá de esa alfombra y los paparazzis. Al menos el premio no se lo arrebató, a Dios gracias, Sandra Bullock.

Si Glenn Close fue la gran perdedora, Roma acudió a la ceremonia para confirmar su triunfo. Vi la ceremonia junto a la muchedumbre que acá, en Ciudad México, retó a la llovizna y el frío para seguirla en las grandes pantallas instaladas en el Monumento de la Revolución. Nacionalismo aparte, ese público celebró con gusto los tres premios conseguidos por la película que llevó a Netflix a la competencia.

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En un mundo ideal, esperaba que Roma ganase también el Oscar a la mejor Película, y que el de Mejor Filme Extranjero recayera en la desgarradora y excelente Cold War, de Paweł Pawlikowski. No fue así, pero Alfonso Cuarón hizo historia al ganar además el premio al mejor director y a la mejor labor fotográfica. Tres premios que confirman el valor de una pieza de cine rigurosamente filmado, y que se dilata en los debates que también se han cruzado con los elogios que la han inundado.

El tiempo pondrá las cosas en su sitio, calibrando los logros y los defectos de esta obra, que aporta una visión sobre la identidad y la historia del país que viene filtrada por una potente carga personal. Por lo pronto, me asombra ver a estudiosos del postcolonialismo acusar al director de edulcorar su relato, haciendo una supuesta loa a la mansedumbre y a la pasividad de las trabajadoras sociales, un sindicato que ha apoyado al filme justamente por lo que denuncia.

Cleo no es una luchadora social ni una agitadora política: es la proyección de una imagen autobiográfica del director que este elige para retratar desde esa presencia un México, el de los convulsos años 70, que quizá nunca antes haya llegado con tal intensidad a la pantalla. Ni con tanto esplendor visual, aprovechando la tecnología para capturar ese mosaico en blanco y negro a través del cual la protagonista, como personaje chejoviano, lucha contra el desasosiego de su cotidianidad. La transparencia y el tempo largo del relato son, en este caso, esas «armas de denuncia», que la fotografía emplaza desde el manejo claro de lo que el cine tiene como eje: el valor narrativo de lo que ocurre en pantalla, en esa épica visual que contrasta con la manera humilde en la que Cleo cree o entiende los pequeños, no por ello menos dramáticos, percances de su vida.

En el centro de eso está Yalitza Aparicio. Se ha criticado su nominación al Oscar, por quienes consideran que «no es actriz», que se ha limitado a interpretarse a sí misma. Ello, comparado con los epítetos racistas que le han endilgado, pareciera poca cosa. Pero no. Ni ella tiene la experiencia de haber sido sirvienta doméstica, ni sabía mixteco antes de interpretar a este personaje, tuvo que aprenderlo para el filme.

Su entrega en escenas como la del parto, o la de la playa, demuestran que ella es mucho más que una figura manejada a su antojo por un director. Y la historia del cine es pródiga en nombres que llegaron a asumir roles de importancia sin pasar antes por Juilliard o el Actor´s Studio. Lamberto Maggiorani, el protagonista de Ladrones de bicicletas es el máximo ejemplo, quizás, de lo que digo.

Creer que su físico es la única ventaja que le permitió ser elegida para el papel, es eco de un tono de racismo que hace creer a algunos que cualquier afrodescendiente puede asumir sin tropiezos los papeles que el estereotipo insiste en ofrecerles; ella asume un personaje y lo devuelve con transparencia, algo que no muchos consiguen ni en su primera ni en su última aparición ante las cámaras.

Pero si de algo además ha servido Roma, como apuntó su director, es para denunciar esas y otras clases de prejuicio que aún abundan. Habrá que seguir la carrera de esta joven, que ojalá continúe con la dignidad que le ha permitido sortear esos insultos y la envidia de muchos, en una comunidad que hace de esos ataques parte de su día a día.

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El resto de la ceremonia sirvió para demostrar que si bien un anfitrión puede no ser imprescindible, se necesita de mucho ingenio para que las tres horas no sean una suma de subidas y bajadas al escenario, discursos cargados de referencias llorosas al árbol genealógico de cada ganador, y algunos presentadores de premios que asombran por su falta de gracia.

El arranque con Tina Fey, Amy Poehler y Maya Rudolph prometía, pero salvo la entrada de Melissa McCarthy y Brian Tyree Henry ataviados como parodia de los excelentes vestuarios de Sandy Powell (con dos nominaciones y ningún Oscar esta noche) para La Favorita, el resto fue más de lo mismo.

Spike Lee ganó al fin con su guion para BlacKkKlansman, y aprovechó para “disparar” contra unos cuantos blancos (en algunos casos, no en sentido tan figurado) mediante su agradecimiento, fiel a sí mismo. Confieso que, también en un mundo ideal, llegué a pensar que su filme le arrebataría a Roma el lauro a la mejor película, pero ya sabemos que la Academia optó por algo menos corrosivo, eligiendo ese filme de re-conciliaciones que es Green Book.

Que una película solo reconocida por la actuación de Mahersala Ali y su guion adaptado consiguiera el máximo galardón nos demuestra que el tío Oscar prefiere esta clase de fábulas, una suerte de Driving Miss Daisy al revés, mucho más convencionalmente «clásica» que, sin embargo, ha sido denostada por los familiares de Don Shirley, en cuya vida se basa el filme.

Lady Gaga repitió el acting de su lloriqueo cuando le entregaron el lauro por mejor canción original, que tampoco se ganó esta vez la veterana Diane Warren, nominada muchas veces.

Los Estudios Marvel no lograron que Black Panther barriera con los premios como primer filme de superhéroes nominado a la categoría principal, pero tampoco se fueron defraudados.

Rami Malek recogió un trofeo que ya sabíamos sería suyo: el espíritu de Freddie Mercury, y la dentadura postiza parecen haberlo ayudado, junto a su cuota de carisma personal, a lo largo de un filme cuyo director nadie mencionó en toda la noche.

En el segmento de In Memorian faltó no solo Carol Channing, sino el nombre, así fuera como mención, del gran Stanley Donen, fallecido un día antes de esta entrega y olvidado en una velada que tampoco recordó que en 1939, hace justo ocho décadas, Hollywood estrenó dos de las obras que lo sostienen como mito: Gone with the wind y The Wizard of Oz. Acaso se le haya olvidado, después de todo, Oscar ya tiene 91 años.

Pasaron otras cosas más o menos memorables, y otras dignas de rápido olvido.

Las personas en el Monumento de la Revolución recibieron con aplausos y gritos las victorias de Roma, pero en cuanto Julia Roberts puso cara de no muy disimulado asombro para anunciar a Green Book como máxima ganadora, emprendí mi camino de regreso.

Demoraré un tiempo en volver a enfrentarme a un espectáculo como este de arriba a abajo. Lo mejor es ver las películas, me digo.

El cine es lo que pasa en las pantallas. Y en nuestra memoria. Y en la de alguna ciudad en la cual, como esta, las imágenes de Roma nos llevan ahora a otros rostros y a otras calles. Cine dentro del cine.

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