«Últimos Días En La Habana», que también ha sido conocida como «Chupa pirulí», plantea el tema de la complejidad de las relaciones humanas a través de un enfermo de SIDA, ya postrado, que intenta arrancarle a la vida los últimos momentos de felicidad.
El apresurado pre-estreno de «Últimos Días En La Habana», la más reciente película de Fernando Pérez, se adelantó a “soltar amarras” inaugurales para la Muestra de Cine Joven que se desarrolló en abril en la capital cubana.
Todavía con algunos detalles de postproducción pendientes, según declaró el propio director, la cinta demuestra que Fernando sigue siendo el joven cineasta de siempre que, como un mago incansable, aun tiene muchas historias que sacar de su temerario e imprevisible sombrero; historias dignas de ser contadas y compartidas con su público tan fiel como exigente.
Con esta película, regresamos a La Habana del depauperio constructivo, del hacinamiento y el folclore doméstico, de fachadas descosidas y portales harapientos. Es La Habana de buscavidas, mataperros y boliteros; de paladares, chinchales y cuentapropistas de primera y última categoría. La Centro Habana y la Habana Vieja fundidas en un mismo repertorio de promiscuidad y compadrazgos vecinales, gritería, escándalo, “fiana”, chulos, prostitutas, cocineros, ladrones y amantes. ¿El pueblo trabajador? Bien, gracias; no sale a escena en este episodio citadino; no es su historia.
De lo que se trata es de la comunicación entre dos hombres cuyos destinos juntó la vida y la propia vida desligará. Por eso, como en otros filmes de Fernando Pérez, lo privado es causa y la intimidad pretexto para colocar, junto a las miserias humanas y materiales de todos los días, las muchas virtudes también humanas que nos ayudan –como cubanos, como habaneros- a construir un proyecto de vida cuyo simple soñar, reconforta.
La fotografía del maestro Raúl Pérez Ureta lleva a la cumbre de la expresión plástica los ambientes descritos o sugeridos en el guión, a cargo del propio Fernando Pérez y Abel Rodríguez. La dirección de arte de Celia Ledón cierra filas con Ureta para conseguir la verosimilitud que reclama esta historia plena de cotidianidad.
La vida fluye en sus imágenes y diálogos como si «Suite Habana» se hubiera desdoblado en un relato, ya no prestado por sus protagonistas, sino construido con las vivencias de todos los que transitamos, de puro peatones como el propio Fernando, las calles de la Habana profunda, día tras día.
«Últimos Días En La Habana», que también ha sido conocida como «Chupa pirulí», plantea el tema de la complejidad de las relaciones humanas a través de un enfermo de SIDA, ya postrado, que intenta arrancarle a la vida los últimos momentos de felicidad.
Este rol descansa en la muy lograda interpretación de Jorge Martínez (Diego), en quien recae también buena parte del plumazo humorístico que quiso imprimirle el realizador al relato. Siguiendo el modelo de gay simpático, ocurrente, libidinoso y buena onda, el conocido actor logra proyectar la naturaleza trasparente de su Diego, cuyo conflicto esencial es que la vida se le hace en extremo corta y físicamente dolorosa, para todas las alegrías que aun quiere experimentar.
Su contraparte, Miguel -interpretado por un Patricio Wood muy competente-, es un hombre sufrido, maduro, tímido, agotado en su retraimiento feroz contra la vida que le ha tocado, y sumergido en la añoranza de otro mundo que empieza a noventa millas. Mientras Diego vive con alegre intensidad su paupérrimo presente, Miguel ha quedado suspendido en una promesa de futuro que apenas le alcanza para cumplir con la rutina cotidiana, y preguntar con metódica cortesía a la vecina si pasó el cartero.
Si. como espectadora, los recursos actorales de Jorge Martínez me dejaron bastante satisfecha, es la contención emocional de Patricio Wood, la parquedad maniática de su personaje. lo que mejor disfruté de todo el filme.
A veces una película se parece a otra película o a situaciones que leímos, vimos, soñamos, nos contaron, y la historia pasa ante nuestros ojos como un indiferente déjà vu. Entonces se agradece la presencia poderosa de un actor que, como en este caso, lo da todo y más, transpirando sudores de esperanzas, ofuscaciones y amarguras ajenas. Solo por ver a un artista entregarse con tanto delirio vale la pena estos «últimos días…»
Por su parte, Coralia Veloz, actriz para la que con frecuencia solo tengo halagos, me pareció un tanto externa en su papel de tía hipócrita con cara de urraca fisgona, además “disfrazada” de Iyawo. Es un personaje bisagra que tiene la responsabilidad de mostrar cuáles son las relaciones entre Diego y su familia, y preparar el terreno para la aparición de la sobrina Yusisleydis. Sin embargo, el hábito no hace al monje.
Un personaje es lo que hace, lo que dice, del mismo modo que lo que lleva puesto no solo ayuda a definirlo, sino que complementa su biografía. Ese toque vestimentario de la Veloz parece más una pose que una necesidad dramática, como ciertos gestos demasiado enfáticos con el propósito de subrayar la mala calaña de su personaje. Tal parece que no tuvo tiempo para deslindar entre la paja y el polvo, la pepita dorada que su personaje escondía. Ella está bien, solo bien, y eso es muy poco para una actriz de su estatura.
Otro rol interesante, pero cuya proyección escénica resultó fallida, es el chulo de Diego. Más allá de la desafortunada reiteración del tópico sobre la supuesta libidinosidad y magnanimidad fálica de todo afrodescendiente, le faltó “carne y deseo también”, en una paradójica traición de lo que, en términos narrativos, le correspondía representar. Sujeto a un itinerario verbal que sonaba demasiado plástico, el actor no supo cómo expandirse en el escenario y potenciar todo el rico prisma que su amañado pícaro contenía. Por eso, cuando al final se hacen ciertas revelaciones, caen en saco hueco. En su momento había que enamorarse de ese personaje por secundario que fuera, y hacía falta, para empezar, poco menos que un buen casting.
Por otro lado, es fácil imaginar que bajo la experimentada tutoría de Fernando Pérez, la joven actriz Gabriela Ramos intentara resolver la compleja representación de Yusisleydis, la sobrina de Diego. Este tipo de personaje abunda en el audiovisual cubano contemporáneo, pues resulta de la traspolación al universo ficcional de cierto adolescente que no constituye en sí mismo una tipología social, sino un ente paradigmático irradiado en muchos “otros”, todos diferentes ya sea por su preferencia sexual, su identidad genérica, matiz cutáneo, credo, extracción social, condición etaria, etc.
Quizás ya no se recuerde un personaje menor, que aparece en el primer cuento de «Boccaccerías Habaneras» (Arturo Sotto, 2014), a quien el padre sorprende con uniforme de secundaria básica, besuqueándose con el noviecito en la escalera de la casa. En medio del regaño, y como para probarle que faltar a sus deberes estudiantiles repercute en su más elemental conocimiento de la cultura patria, el padre le pregunta: “A ver, ¿cuál es la flor nacional?”. A lo que la chica responde sin pensarlo dos veces y deslizando al mismo tiempo una cierta duda cartesiana: “La flor plástica”.
Yusisleydis pertenece a la generación de la flor plástica: nada en su vida parece suceder con la más elemental coherencia, porque ella es la refracción de la incoherencia que palpita en su entorno: ama a sus mascotas, odia a su familia; sueña con irse al campo a vivir una bucólica existencia compartida con su noviecito de 16 años, y el bebé que apenas, y con inusitado regocijo, a comenzado a gestar llamándolo Ávatar. Habla sin dar rodeos ni disimular sus sentimientos. Abanica todo su pragmatismo de supervivencia ante la complaciente cara de su tío que (¡claro!) agradece la sinceridad antes que la falsía. Yusisleydis no se guarda nada, no se calla nada, vive a corazón abierto, ajena a compromisos y ataduras físicas o éticas; su Deuteronomio está por escribirse.
Como Yusi lo externaliza todo, está bien que la actriz sea espontánea en la interpretación, pero su locuacidad se ve constreñida por un hablar de carretilla, y eso es fatal. Se intuye –más allá de la sana suspensión de la incredulidad propia de todo narratario- que han puesto frases en su boca: cínicas o amorosas, surrealistas o triviales, ingeniosas o estúpidas, unas y otras se neutralizan hasta dejar al personaje completamente vacío. Al final, Yusi no es más que una caricatura de sí misma mirando con falsa hilaridad el mundo que la rodea, y sacando de un pozo seco sus lapidarias conclusiones. Recitado como el catecismo, el monólogo final es abusivo a todo trance, y me cuesta creer que fuera indispensable.
Finalmente, esta coproducción cubana con Wanda Visión y la participación de Ibermedia, nos pone otra vez ante el cine independiente, hecho habitual en Cuba para quienes expresan su necesidad creativa a través de la imagen en movimiento proyectada o visible en una pantalla, cualquiera que esta sea. Una convicción y un principio ético acompañan la labor cinematográfica actual de Fernando Pérez: seguir produciendo arte sin el amparo totalizador de una industria oficial; seguir apoyando al cine joven, que es siempre un cine de armas tomar.
Estar respaldado por una obra sólida podría hacer pensar que el reto para Fernando es menor en su caso; tal vez, pero lo cierto es que cada nuevo proyecto del audiovisual independiente en Cuba es, para cualquier creador, un desafío de titanes.
Otro reto: correr tras una realidad inaprensible, que cambia sus coordenadas con terquedad apabullante. Ingrata tarea para quienes miran con avidez el entorno de la sociedad cubana más inmediata. No hay que perder de vista que diversos acontecimientos, en todos los ámbitos, se suceden en el contexto de una Habana removida por coyunturas políticas, económicas, sociales, culturales.
En pocos meses, nos ha visitado el Papa Francisco, el Patriarca Kirill, el presidente norteamericano Barack Obama, los Rolling Stones y Madonna, entre otras celebridades. El lunes 3 de mayo, después de medio siglo sin franquear la ruta marítima Estados Unidos-Cuba, llegaba a nuestras costas un barco de la Carnival, la mayor empresa de cruceros del mundo. Y al día siguiente se producía el glamoroso desfile de la casa francesa Chanel, en el Prado habanero. A inicios de septiembre, y tras 50 años de silencio, dos compañías aéreas norteamericanas, JetBlue y Silver Airways, tocaron suelo cubano iniciando un intercambio de vuelos regulares hacia un mercado emergente que promete crecer en los próximos meses. Se termina el remozamiento de la antigua Manzana de Gómez que, junto al Teatro García Lorca y al Capitolio Nacional, mostrará su faz renovada al mundo, aunque ya se descascare la pintura conque se maquillaron las fachadas de la Calzada de Reina, para celebrar el paso del Sumo Pontífice.
La Habana no es un cuadro sin perspectivas, ni la plaza estática inquisitorial que Galileo habría deplorado. La Habana se mueve.
Tal es así, que las mismas calles que hace solo unos meses captara el lente de Pérez Ureta para «Últimos días…» en una ciudad impronosticable, semanas después servían de escenario a un filme hollywoodiense: la saga fílmica «Fast and furious 8″. Confieso mi olímpico desconocimiento de las siete partes anteriores; no obstante, me tira de la curiosidad ver, al menos, el pedacito de La Habana que plasmarán los camarógrafos yanquis en una cinta producida por Universal Picture.
Si como dice la biblia, «los últimos serán los primeros», estos podrían ser días iniciáticos, fundacionales, colmados de expectativas y proyectos que ya se aplatanan en el inconsciente colectivo de esta populosa urbe.
Publicado originalmente en Cachivache Media y actualizado para ELCINEESCORTAR por la autora.
La Habana, 1964. Máster en Historia del Arte. Profesora de Arte Asiático y Cine en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Autora del libro «A la sombra del elogio. Aproximaciones al cine japonés» (2012). Colabora con las publicaciones Cine Cubano, La Gaceta de Cuba y Revolución y Cultura.
Una joya cinematográfica,como nos tiene acostumbrado el maesto Fernando Pêrez.
Certero y agudo análisis de esta obra de Fernando y de la actualidad habanera.