Conversaciones con Nelson Rodríguez, maestro del cine cubano y latinoamericano del siglo XX
Reproducido con la autorización de su autor Toño Angulo Daneri y del Programa Ibermedia, donde fue originalmente publicado.
Nelson Rodríguez es el editor de «Memorias del subdesarrollo» de Tomás (Titón) Gutiérrez Alea; de «Lucía» y «Cecilia» de Humberto Solás, y de «La primera carga al machete» de Manuel Octavio Gómez, tres películas consideradas clásicos de todos los tiempos del cine cubano. También de «La tierra prometida» y «La viuda de Montiel» del chileno Miguel Littín; de «Tiempo de morir» del colombiano Jorge Alí Triana con guión de Gabriel García Márquez, y de «Danzón» de la mejicana María Novaro. Y así podríamos seguir.
Capaz de entregar el primer corte de un largometraje en cinco días y de sorprender al mismísimo director con el resultado, Nelson Rodríguez Zurbarán es un auténtico maestro de su oficio, el de “armar el muñeco” y dar sentido a los fragmentos que el realizador a menudo tiene como un caos en la cabeza.
Ganador de numerosos premios incluido el Nacional de Cine de Cuba, Rodríguez ha pasado a formar parte de la colección permanente de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de EE.UU. dentro de su Programa de Historia Visual, todo un homenaje de Hollywood al arte del cine cubano que él representa. También fue invitado junto a la actriz Daisy Granados al estreno de la copia restaurada de «Memorias del subdesarrollo» —con introducción de Martin Scorsese— en el Getty Research Institute de Los Ángeles, y acaba de recibir emocionado la noticia del estreno en el Festival de Cannes de la copia también restaurada de «Lucía», de Humberto Solás, editada y coguionizada por él.
En el tráfago de estos días trepidantes conversamos con él.
Permítame empezar por lo más reciente: la invitación de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood a formar parte de su colección permanente y la del Getty Research Institute de Los Ángeles al estreno de la copia restaurada de «Memorias del subdesarrollo» al que asistió junto con su compatriota la actriz Daisy Granados. ¿Sería tan amable de contarme los detalles?
Debo comenzar hablando de una persona amiga, Luciano Castillo, escritor y crítico cinematográfico con el cual redacté un libro autobiográfico mío que fue publicado con el título de «El cine es cortar» (EICTV, 2010). Luciano me había hecho una entrevista para la revista Cine Cubano que se prolongó primero durante varias horas y después durante varios días, y ese material tuvo que ser sintetizado al máximo para ocupar el espacio otorgado por la revista. Luciano me dijo: “Nelson, con todo este material podemos hacer un libro”, y así fue. Luciano es actualmente el director de la Cinemateca de Cuba y está realizando una labor encomiable para la salvación y restauración del cine cubano que pudiera perderse, entre ellos títulos clásicos de nuestro cine como son las películas de Tomás Gutiérrez Alea (Titón) y Humberto Solas, entre otros.
La primera de ellas, restaurada entre Bologna, Italia, y la labor de Martin Scorsese en Estados Unidos, ha sido justamente «Memorias del subdesarrollo» (1968), cinta clásica por excelencia de Titón en la cual realicé la labor de editor y en la que Daisy Granados fue la protagonista femenina del filme. A través de Luciano tuve noticias de las actividades de Los Ángeles, la presentación de «Memorias del subdesarrollo» en su copia restaurada en la sala del Getty Research Institute y la invitación por la Academia de las Artes y Ciencias de Hollywood a formar parte de su colección permanente en el Programa de Historia Oral y Visual de ésta. Como bien dices, todo un homenaje de Hollywood a la cinematografía cubana por primera vez representada por la actriz Daisy Granados y yo.
La presentación de la película fue todo un éxito, a teatro lleno, y nos presentaron a Daisy y a mí en un aplauso cerrado. Después de la proyección de la excelente copia restaurada tuvimos una charla con el público presente a través de preguntas que nos hizo una funcionaria del Getty sobre nuestra vida y obra, puntualizando nuestra labor en el filme en cuestión.
Al día siguiente me tocó desde temprano en la mañana ir a la instalación nombrada como la famosa actriz del cine mudo norteamericano Mary Pickford, preciosa instalación donde hay un museo, un archivo y un estudio de grabación, y donde por espacio de más de seis horas estuve contando mi vida desde que nací en Cienfuegos, Cuba: mi niñez, mis primeras experiencias en la vida, como conocí el cine, mi primera juventud y como logré convertirme en un profesional de la industria. Todo con un atención esmerada y amable de todos los técnicos que colaboraron en la grabación oral y visual de la entrevista.
Me sentí muy bien, rodeado de personas amables que me hicieron la velada muy agradable. Fueron horas hablando de cine, arte y cultura solamente, algo maravilloso. Al día siguiente le tocó a Daisy su entrevista, le deseé suerte y ese mismo día en la mañana regresé a New York. Por supuesto, todos los gastos de viajes, hoteles y transporte fueron cubiertos por el Getty y la Academia.
Ahora sí, vayamos a sus inicios. La leyenda que circula alrededor de usted como el gran editor del cine cubano y latinoamericano dice que, aunque no estudió cine sino lo que en América Latina llaman administración de empresas y en España empresariales, en su primera entrevista de trabajo en el naciente ICAIC dijo: “Quiero ser director de cine”.
Bueno, realmente yo estaba estudiando Ciencias Comerciales cuando comencé a trabajar en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC), pero dejé esa carrera que llevó a que me pusieran de productor, cosa que no me gustó nada. Pocos años después comencé en la Universidad de La Habana en el curso nocturno para trabajadores la Licenciatura en Historia del Arte, que fue la carrera con la que me gradué.
Pero desde inicios de la década de los 50 estuve vinculado al mundo del cine. En 1955, con sólo 16 años, gané una beca para estudiar en la Universidad un curso de verano sobre Historia del Cine con el ilustre profesor y crítico cinematográfico José Manuel Valdés Rodríguez, que me llevó a ser uno de los fundadores del Cineclub Visión en la barriada de Santos Suárez, reparto donde vivía en aquel tiempo. Esto me llevó a que cuando en 1960, recién fundado el ICAIC, me dieron una cita allí (como a casi todos los participantes de los cineclubs habaneros) y me preguntaron qué quería ser, dije que director de cine. Esa persona fue nada menos que Santiago Álvarez, que fuera el director del Noticiero Semanal Latinoamericano que se exhibía en los cines de estreno todas las semanas por espacio de más de 30 años, además de haber dirigido excelentes documentales a lo largo de su carrera. Él me pregunto qué estaba estudiando, y cuando le dije que Ciencias Comerciales, me propuso el trabajo de productor. Estuve en esas labores un par de años y realmente, aunque no me gustaba, me destaqué y me propusieron un aumento de salario y todo, cosa que rechacé por una razón muy particular que no es el momento de contar.
¿En qué momento empezó su pasión por el cine? ¿Fue precoz, cuando era niño, o más bien en su etapa de participante habitual de cineclubes?
Mi primera experiencia cinematográfica fue fatal y por supuesto no consciente. Tenía unos cuatro o cinco años y me llevaron al cine a una tanda infantil; era «Dumbo», el filme animado de Walt Disney, nunca lo he olvidado. De pronto había un fuego en el bosque y los animales corrían asustados, entre ellos los elefantes, y había un plano en que se les veía correr hacia la pantalla y yo me asusté y empecé a llorar, y por supuesto me sacaron del cine. Pero ya a los ocho o nueve años me encantaba ir a ver las películas de aventuras de Tyrone Power y Errol Flynn, las aventuras del perro Lassie y las fantasías orientales en technicolor de María Montez.
¿Es cierto que su primer contacto con el lenguaje cinematográfico se lo debe a los directores del Neorrealismo italiano?
Sí, para mí todo cambió a finales de la década de los 40. De pronto me encontré con películas que trataban sobre el ser humano y sus problemas: «Umberto D».; «Alemania, año cero»; «Roma a las 11», y descubrí el llamado Neorrealismo italiano. Mi pasión por el cine tomó otro rumbo. De ahí surge mi participación en el concurso del curso de verano sobre cine del profesor Valdés Rodríguez en la Universidad y mi participación en los cineclubs.
Conocer a Vittorio De Sica, Roberto Rossellini, Luchino Visconti (mi favorito) y Federico Fellini transformó mi manera de ver el cine como un arte que conllevaba los problemas existenciales del ser humano. Y bueno, las películas de puro entretenimiento bien realizadas que me dieron un sentido de cómo se manipulaba la imagen cinematográfica y lograban un sentido del ritmo acorde a las situaciones y las temáticas…, ése fue el inicio para luego ser un editor de cine básicamente intuitivo.
Ya ha contado cómo de director vocacional pasó a encargarse de labores de producción en el ICAIC. ¿Y cómo llegó a la moviola y la mesa de montaje?
Estuve trabajando como dos años como productor de documentales y, aunque no me gustaba, me iba bien. Una tarde paso por el cuarto piso del ICAIC donde estaba el departamento de edición, era ya bien entrada la tarde y casi todo estaba cerrado; caminando por el pasillo central oigo el ruido de una máquina que provenía de un cuarto que tenía la puerta abierta y me asomo curioso. Estaba un señor mayor trabajando en una extraña máquina que yo no conocía y pasaba por ella unas tiras largas de película que veía en una pequeña pantalla que tenía; se detenía a veces y hacía unas marquitas en la cinta, las cambiaba y ponía otras, repitiendo la misma operación. Era la moviola (que era la marca del fabricante de ésta) y su forma era vertical, los trozos de celuloide los tomaba de una especie de perchero donde estaban enganchados por las perforaciones de la cinta.
El señor era Mario González, mi maestro y jefe del departamento; cubano de nacimiento, había emigrado a México, donde se hizo famoso como editor cinematográfico y fue invitado a participar como jefe y profesor del departamento de montaje del recién inaugurado ICAIC. Al notar mi presencia en la entrada del cuarto tanto tiempo, muy amablemente me invitó a pasar y a acercarme.
Me dijo: “Estoy editando una película y acá poco a poco le doy forma. ¿Te gusta esto que hago?», me preguntó. Le dije que sí, y me dijo: “Espera un rato si tienes tiempo para que veas el resultado”. Siguió mirando algunas tiras más del celuloide, le hizo marquitas y me fijé que las numeraba con un lápiz graso. Cuando terminó las cortó con una maquinita (la pegadora italiana) y las fue uniendo con scotch tape en esa misma pegadora. Al finalizar me dijo: “Acércate más para que veas el resultado”. Me quedé en una pieza, maravillado; era una secuencia de diferentes planos con dos actores hablando en diferentes ángulos y posiciones de cámara, y me resultó una escena como de la vida real.
Al siguiente día fui directamente a ver al director de los productores y le dije que no quería seguir en el departamento, que me quería ir para el de edición. Me contestó que lo pensara, que mi trabajo estaba bien y que pensaban aumentarme el salario. Le contesté que simplemente quería ser editor. Recuerdo que se molestó y me dijo subiendo el tono de voz que bueno, que me fuera, que total si venía la señora de la limpieza y le pedía ser directora, que se fuera también. Realmente no recuerdo más nada así como esto.
Al día siguiente me presenté donde Mario González y le dije que quería ser editor, y me aceptó como asistente muy sonriente. Realmente fue todo un poco loco y poco oficial. Mario estaba editando la película de Titón «Las doce sillas» (1962).
En la conferencia magistral que dictó hace unos años en el CCCB de Barcelona reconocía lo decisivo que había sido para usted el montaje rupturista que llegó con la Nouvelle Vague francesa. Se refería en particular a eso que llama “el picotillo” de Godard. ¿Podría explicarlo?
La Nueva Ola francesa surge a partir de un grupo de periodistas de la revista Cahiers du Cinéma testimoniando cómo se había perdido a lo largo de los años 50 los logros esenciales del movimiento Neorrealista italiano, que para entonces se había convertido en un cine netamente comercial con muchos recursos. François Truffaut, Alain Resnais, Claude Chabrol y Jean-Luc Godard y otros del grupo de Cahiers comenzaron a hacer filmes que retomaban los temas esencialmente humanos del movimiento italiano de la posguerra.
Truffaut con «Los 400 golpes»; Resnais con «Hiroshima, mi amor»; Chabrol con «Los primos» y Godard con «Sin aliento» renovaron la temática del cine francés del comienzo de la década de los 60, pero especialmente Godard transformó en sus filmes el montaje cinematográfico, rompiendo con el clasicismo de éste: rupturas del eje cinematográfico, cortes dentro del mismo eje, cambios de secuencias sin transiciones, sin fades a negro, sin disolvencias, sin cierres musicales. Las proyecciones de «Sin aliento» fueron un escándalo por la audacia de su montaje y Godard, por supuesto, siguió haciéndolo ya de una manera consciente, como por ejemplo en «Vivir su vida», uno de sus más importantes filmes donde siguió realizando cortes audaces y modernos, valga la palabra (porque en «Sin aliento» logró esa originalidad por razones de tiempo de proyección, pues él era un desconocido en el cine, Jean-Paul Belmondo, el protagonista, era prácticamente un novato, la película duraba casi dos horas y tuvo que dejarla en hora y media por razones de proyección en las salas de exhibición, y simplemente realizó todos esos cortes arbitrarios para lograr el tiempo de metraje requerido, algo que después de la sorpresa de sus primeras películas tanto los demás realizadores y el público tomaron esas formas como un nuevo estilo de lenguaje cinematográfico concerniente al montaje o edición).
De hecho, en la ya mencionada «Memorias del subdesarrollo» y en «Lucía» de Humberto Solás, dos clásicos de la cinematografía cubana y latinoamericana cuya edición estuvo a su cargo, tuvo que recurrir ese “picotillo” o “montaje a lo Godard” para resolver escenas rodadas como planos-secuencia, ¿no es así? ¿Se anima a contar los detalles?
El “estilo Godard” se convirtió en prácticamente una nueva ley del montaje que se fue utilizando por todas las cinematografías; recuerdo una película japonesa en los primeros años de la década del 60 totalmente en estilo godardiano.
A mí, por supuesto, joven y casi novato en las labores del montaje, me gustó todo aquello que cada vez se hacía notar más en casi todas las películas nuevas, asimilando esto como un nuevo estilo, mezclado como una nueva técnica. Y tuve la suerte de trabajar con dos directores que confiaban en mis criterios a la hora de tomar decisiones de cortes o selección de tomas y ese tipo de situaciones que sólo ocurrían en las salas de montaje de cine.
En «Memorias del subdesarrollo» la secuencia final de la cinta era muy importante para el cierre del filme: es el protagonista encerrado en su propia casa que no sabe qué hacer frente a una situación en el país que de pronto se enfrenta a una posible guerra, situación con la que él no tiene nada que ver. Titón filmó al actor en planos largos moviéndose de un lado a otro en su casa, de noche, pues no sabe qué hacer. Cuando vimos el material me comentó que posiblemente repetiría los planos porque las partes más iluminadas perdían dramatismo, y si las oscurecía, las partes menos iluminadas se verían muy oscuras. A mí se me ocurrió decirle que si cortábamos los planos “a lo Godard” no tendríamos ese problema y que al cambiar al personaje en diferentes planos y con cambios de dirección, o sea, de eje, se haría más evidente el estado anímico del personaje. Me miró, se quedó pensando unos segundos y me dijo: “Hazlo a ver qué pasa, lo vemos mañana”.
Al día siguiente lo vimos y se entusiasmó: “Oye, está bueno esto, y mira, si le integramos planos de la crisis en las calles, los tanques de guerra, los militares en las trincheras, redondeamos la idea”. Y así fue y así se quedó la secuencia y no tuvo que filmar nada. Titón era una persona muy segura de lo que quería lograr en sus películas y eso me daba seguridad a mí. Ésa fue la primera película que edité con él.
Al año siguiente de «Memorias…», en 1968, se filmó «Lucía» de Humberto Solás. Este director y yo éramos amigos desde que nos conocimos al ingresar yo en el ICAIC en 1960. Yo edité sus primeros cortos de ficción, documentales y su primer mediometraje de ficción, «Manuela». Con Humberto trabajaba de forma similar que con Titón, éste ya un profesional experimentado me daba seguridad en el trabajo porque confiaba en mí, y Humberto me dejaba hacer porque él no sabía mucho de edición y ya habíamos tenido varias experiencia de trabajo juntos.
Rodando el primer cuento de «Lucía» en Trinidad (1895), una bella ciudad colonial en el centro sur de la isla, se filmaron los exteriores y algún que otro interior pues se conservaban muchas casas antiguas que no requerían mucha ambientación de época, y se filmó también una escena en la habitación de Lucía en un solo plano secuencia con cámara en mano para darle cierta soltura. Lucía en un portal ve que va a comenzar a llover y se detiene allí; un apuesto señor se le acerca y muy respetuosamente le comienza a hablar, ella no contesta; cuando le pregunta su nombre y no reacciona, él le dice, “te llamarás Gardenia”, ella se sonroja y se va. La escena siguiente es la de la habitación con cámara en mano, ella entra sonriente y feliz del encuentro se comienza a quitar cosas, se mira al espejo, coge un candelabro y da vueltas con él en la mano, mueve la lámpara colgada del techo con el paraguas; al final se deja caer en la cama que tiene un dosel de encajes blancos que con otro movimiento de cámara la oculta y fin del cuadro.
De regreso a La Habana se ven las tres tomas de la escena en pantalla y se descubre que las tres tienen errores: una se va de foco en un momento importante, la segunda se va de foco en todo el final, y la tercera tiene a Humberto, a Jorge Herrera el fotógrafo y la cámara en el espejo. Para repetir había que regresar a Trinidad, así que le dije a Solás que se podía editar por corte directo los mejores fragmentos de cada toma, con armonía por supuesto, y después con una buena música del maestro Leo Brouwer quedaría preciosa. Y así fue.
A partir de lo anterior, permítame hacerle esta pregunta: si el montaje es tan fundamental para conseguir una buena película como objeto artístico acabado, ¿por qué cree que el editor no goza del reconocimiento que sí tienen, en este orden, el director, el productor o el director de fotografía?
Yo realmente no creo que la posición que ocupa el editor en los créditos de un filme no tenga el reconocimiento que merece. En mi caso normalmente es el cuarto o quinto puesto en la lista de los principales créditos técnicos. El director por supuesto ocupa el primero; el productor, el segundo, es el encargado de organizar toda la filmación y las locaciones donde se filma; el tercero por supuesto es el director de fotografía, nada que decir. A mí me toca el cuarto a veces, pero otras, y me parece totalmente justo, viene el compositor de la música; y después sigue el sonidista y demás técnicos ya en créditos de varios personas y sus diferentes especialidades.
Para nada es que no goce del prestigio que merece en esa posición, me parece la correcta cuando se ha realizado un buen trabajo profesional tanto artístico como técnico. Por supuesto, se dan casos y cosas, a veces los directores se toman la atribución de coeditores sin haber hecho técnicamente nada, puro ego.
Yo me formé en una industria pequeña pero donde se producía una veintena de documentales y media docena de largometrajes de ficción al año. Tuve mucha suerte. Mis dos primeros documentales, «Historia de una batalla» de Manuel Octavio Gómez y «Primer Carnaval Socialista» de Alberto Roldán, ganaron importantes premios en festivales internacionales; los documentales se construyen básicamente en el montaje, generalmente si existe un guion es sólo para tener una guía del material. A los dos años ya editaba mi primer largo de ficción, «Tránsito» de Eduardo Manet, y cinco años después estaba editando primero «Memorias del subdesarrollo» de Titón, inmediatamente después «Lucía» de Humberto Solás, y después exactamente «La primera carga al machete» de Manuel Octavio Gómez. Estos tres filmes son considerados los clásicos por excelencia del cine cubano de los años 60.
En la conferencia en el CCCB también dijo usted algo que me dejó pensando: que, desde su experiencia, el montaje (al menos “el primer armado del muñeco”, digamos) es más eficaz sin el director al lado. ¿Cómo así? ¿Podría darme algunos ejemplos?
El director llega a la sala de montaje, al terminar el rodaje, cansado, abrumado de llevar tanto tiempo trabajando en el filme y con falta de objetividad. Cuando tenía con los directores la confianza de haber trabajado juntos en varios proyectos (cosa que pasaba frecuentemente) y se sentían seguros de mi trabajo con ellos, les proponía esa nueva forma: “Descansa y tómate unos días, cuando veas el primer armado vas a tener más objetividad en el resultado de tu trabajo que si estas metido todo el tiempo conmigo haciéndolo. Además, si algo no te gusta, lo cambiamos y ya”.
Y por supuesto me funcionó perfectamente. Se ganaba tiempo y había menos inseguridad en ellos. Con los directores que más trabaje (Titón, Humberto, Manuel Octavio) siempre trabajé así. Titón era muy seguro de lo que quería y me lo proyectaba y me dejaba solo y después revisaba. A partir de la segunda película, «Una pelea cubana contra los demonios», yo montaba el primer armado y él venía y lo revisaba, y así en todas. Por ejemplo en «La última cena», una de sus mejores películas, la secuencia central, la cena, dura 50 minutos y está en el medio justo del filme. Bueno, la armé solo. Tenía una continuidad en la actuación, la comida, las velas, las botellas y vasos de vino, todo muy bien hecho, y no hubo ningún problema, así mismo se quedó.
Con Humberto, él siempre me dejó hacer mi labor solo desde el principio, pues sabía que al revisar tenía toda la objetividad para determinar si estaba todo bien. Con Manuel Octavio fue con quien primero trabajé en documental y luego edité la mayoría de sus películas haciendo lo mismo. Y en los años 70 y 80 trabajé por primera vez con varios directores latinoamericanos; les propuse la misma forma de trabajo y lo aceptaron (claro, ya en esa época tenía mi famita). El chileno Miguel Littín, los colombianos Jorge Alí Triana y Lisandro Duque, el mexicano Jaime Humberto Hermosillo y otros.
Para darte el mejor ejemplo te comento cómo se editó y por qué la cinta «Tiempo de morir» de Alí Triana, con guión del afamado escritor Gabriel García Márquez, cuyo primer corte estuvo listo en cuatro días, sólo yo con mi asistente. Un resultado perfecto.
Tuve mi primer encuentro con Alí Triana un lunes a las 9 am. Hablamos. Me preguntó si podía tener un primer corte de su película para el sábado siguiente. La razón era que García Márquez estaba en La Habana y se iba el domingo. Si podía verla el sábado y le gustaba, él le iba a pedir los derechos de otra obra suya para hacer una adaptación al cine. Me comentó que la película estaba rodada con muchos planos secuencia, cosa que facilita la edición y sólo tenía tres secuencias complicadas que requerían un montaje muy exacto. Le dije que si me dejaba hacerlo, yo le garantizaba una visión del primer corte el viernes, para verla al día siguiente con el Gabo. Que se fuera a pasear y conocer un poco Cuba tranquilo, que eso era lo que yo necesitaba (por supuesto, él sabía de mis capacidades, por eso me lo había pedido).
Bueno, ese mismo día después de ponerme de acuerdo con mi asistente comencé a ver el material organizado y ordenado por secuencias con sus tomas dobles que, por supuesto, tenía que seleccionar. Veía cada rollo de 10 minutos y marcaba la edición por las tomas que seleccionaba y se las daba a Marisela Sosa, mi eficiente y rápida asistente. Yo iba numerando las tomas marcadas por el orden del montaje y ella cortaba y pegaba. Trabajamos del lunes al jueves, de 9 am a 6 pm, y ese día terminamos todo a las cinco de la tarde. Llamé al director y le dije que estuviera al día siguiente temprano en el cuarto de edición. Vimos el montaje y no podía creerlo, sólo me pidió que si le podía montar una música al final, que era un ballenato típico colombiano que narraba la historia que habíamos montado. Se transfirió la música, la montamos con el final del filme y se preparó la película para la proyección del día siguiente en pantalla. El Gabo la vio, le gustó y le cedió los derechos que quería su compatriota. Tres semanas después, luego de pequeños ajustes y montando ambientes, efectos y música del gran Leo Brouwer (sólo adaptaciones del tema del ballenato), hicimos la mezcla sonora y al mes había una copia compuesta de la película lista para su exhibición. ¡Fue realmente un récord!
Por cierto, ya que hablamos del tema, en el Festival de La Habana de 1985 se me otorgó el premio a la mejor edición justamente por esta película.
Un editor, además de ser el que “arma el muñeco” y le da sentido a los fragmentos que el director tiene a veces como un caos en la cabeza, es también el encargado de cortar y quitar, de identificar lo que sobra o no funciona y proponer su eliminación. Pero cortar y quitar no son verbos que gusten a nadie, ¿no?, menos aún al que está enamorado de su obra. ¿Cómo ha hecho para vérselas con autores tan potentes como los que ha mencionado hasta ahora, además de otros como Patricio Guzmán o María Novaro?
El asunto del “armado del muñeco” y no tener al director al lado implica ante todo un enorme tiempo real de trabajo. El director generalmente no sabe precisar qué toma de la misma escena es la mejor, entonces para esa simple decisión a menudo hay que verlas todas dos, tres veces, a veces más, y es tiempo perdido. Es su preocupación porque no sabe cómo quedará la película editada, y crea una inseguridad en todo el proceso; igual después, ya editando, no sabe si cortar en determinado momento o en otro. En fin, realmente no facilitan para nada la edición y por supuesto el tiempo para editar, que está determinado por la producción. Para un primer corte de un largo de ficción normal se daban tres o cuatro semanas; yo, generalmente, si el director era de confianza y estaba acostumbrado a mi método, en dos semanas lo tenía listo.
Con Titón o Humberto, como te dije antes, nunca tuve problemas. Con Littín, en nuestro primer trabajo juntos, el filme «La tierra prometida», nos demoramos mucho por dos razones fundamentales: el guión eran unas paginitas escritas a mano por él y la cantidad de material filmado era ENORME, cerca de 80 horas de proyección. De todos modos debo decir que él me dejó trabajar con comodidad y se me quedaba dormido frente a la moviola. No fue fácil ajustar un primer corte por la cantidad enorme de material, pero lo logramos en un par de meses. Nuestra siguiente colaboración algunos años después con «La viuda de Montiel», basada en la obra de García Márquez, fue un placer. Me trajo un guión impecable y el material bien organizado y fácil de editar.
Con María Novaro fue simpático nuestro encuentro con «Danzón», hermosa película ganadora de varios Premios Ariel en México, en 1990. Cuando llegué para editar, ella se tenía que ir a un congreso de mujeres cineastas a la ciudad de Tijuana al norte del país. Yo le propuse mi método, haría el primer corte durante su viaje y al regreso lo veríamos juntos. Así fue una semana después y me dijo que ¡le había destruido su película!, que había eliminado casi todos los detalles que redondeaban la idea central del filme, que estaba disgustada. Bueno, en fin, hablamos más coherentemente y llegamos a la conclusión de que le faltaba el toque femenino que yo, por supuesto, no podía darle al filme. Me propuso que viera su anterior película y lo vi todo claro. Los detalles íntimos femeninos, las cosillas en el tocador de su espejo, los maquillajes, pinceles, la descripción de los zapatos femeninos para bailar danzón y todo rodeado de una atmósfera sonora muy musical que le daba cierto tiempo descriptivo. Sabía ya todas las aparentes tonterías (para mí) que había descartado en mi primera edición y rehíce todas aquellas secuencias. No tuvimos el más mínimo problema después de ello y la película quedó perfecta.
De Patricio Guzmán prefiero no hablar, he borrado de mi mente hasta como se llamaba la cinta, no creo que este en mi filmografía de IMDb. Patricio es un excelente director de documentales, pero creo que no tiene nada que hacer con la ficción. Y a mí me toco eso por desgracia.
Vuelvo a la conferencia del CCCB porque, con sus dos horas de duración, hay cosas que usted dijo ahí que son para enmarcar y pensar una y otra vez. Por ejemplo, que los cortes que usted proponía como editor no eran por mero capricho o gusto personal, sino que la película “objetivamente” estaba pidiendo esos cortes. ¿Puede haber objetividad cuando hay películas que son obras maestras de 90 minutos y otras que, sin dejar de serlo, duran el doble?
Terminado el primer corte de una película se revisa una y otra vez por múltiples razones, entre ellas si el ritmo del corte entre planos está correcto, y encuentras a veces que algún que otro plano está un poco más largo de lo normal, o tal vez un poco más corto, y lo arreglas; puede ser una sugerencia del director y, si estás de acuerdo, lo haces. Esto nunca es por capricho, se hace porque se siente la necesidad de arreglarlo.
El largo de la película te sorprende a veces, piensas que es de una hora y 30 minutos y de pronto, al revisar el primer corte, te encuentras que tiene una hora y 40 minutos. Si está OK la dejas así, acorde con la opinión del director: es una película de una hora 40 y la defiendes como tal junto al director si la productora cree que está larga. Ya una de dos horas (o más tiempo), si no era más o menos el plan, se debe chequear y definir si se le puede cortar alguna secuencia para acortar el tiempo, todo en combinación con el director (en este momento editor y director siempre andamos unidos de criterio). Si la película por la historia que cuenta y por su ritmo de edición es de dos horas, pues es de dos horas, recortarla puede hacerle daño tanto en el ritmo como en el desarrollo de la historia.
Yo tuve una experiencia tremenda con un filme de Solás, «Cecilia», basada en la novela titulada «Cecilia Valdés» de Cirilo Villaverde, un escritor cubano del siglo XIX. La filmación se estiró como un chicle, la puesta en escena se alargó enormemente y parecía que aquello no terminaba nunca. Solás se entrevistó con el director del ICAIC, Alfredo Guevara, y le prometió que junto con la película tendría un serial de seis capítulos. Esto se aceptó y la filmación duró casi año y medio.
Yo estuve trabajando con ese proyecto mínimo dos años. Edité un serial de seis capítulos de una hora cada uno y recorté con ayuda del director que más o menos había estudiado la enorme estructura del filme a una versión nacional de cuatro horas. La novela era muy popular y había una versión de la obra también en zarzuela. Bueno, fue la primera película cubana que compitió en la selección oficial del Festival de Cannes. La versión de Cannes duraba dos horas y 40 minutos, difícil tarea para mí, y después una versión de dos horas para la venta al extranjero. Estuve mucho tiempo que no aceptaba que nadie me hablara de aquel terrible trabajo que tuve que realizar. Con esa última versión el director se disgustó conmigo porque le tuve que quitar a la cinta su escena favorita de toda la película.
¿Cuándo siente más satisfacción, montando una película de ficción o un documental?
Realmente prefiero editar ficción, me resulta siempre más fácil, es más agradable de hacer, más complicada la técnica, pero es algo que aprendí a dominar hace mucho tiempo. El documental es más complejo para el montaje; editando se aprende mucho más de estructuras que a veces tiene uno que inventar por la complejidad de un material que cuando lo ves en su conjunto a veces no te dice nada de cómo hacerlo, pues el guión de este género no es más que generalmente una guía para organizar el material.
Siempre preferí editar ficción, aunque me tocaron a veces excelentes documentales que por supuesto fueron construidos básicamente por puro montaje: «Simparelé» (1973) y «Wifredo Lam» (1978), ambos de Humberto Solás.
Para ir terminando, ¿qué cinematografías actuales le interesan? ¿Sigue viendo tanto cine como antes?
Sigo viendo cine. A las salas voy muy poco, pero en casa veo películas casi todos los días, lo mismo nuevas que clásicos que repito varias veces: mi mundo se mueve a través del cine. Tengo una colección de películas en DVD y en Blu-Ray realmente envidiable.
Actualmente me interesa toda cinematografía que me muestre algo novedoso ya sea por la temática o por los aportes tecnológicos. Me interesa especialmente la trasformación desde hace unos veinte años en los países menos desarrollados, sobre todo en América Latina y Cuba, mi país, del cambio de tecnología de película cinematográfica a tecnología digital, que es ante todo más económica pero también más compleja en la forma de grabar con cámaras y lentes diferentes, que han creado una nueva forma que conlleva también un nuevo estilo en lo técnico y de alguna manera en el contenido, y es realmente interesante. Son en general personas jóvenes con nuevas ideas, nuevos conceptos y temáticas de alguna manera más novedosas y atrevidas en concepto, interesante entre ellos el complejo cine cubano de los últimos tiempos.
Y la última: ¿qué fue de esa persona que alguna vez dijo “quiero ser director cine”? ¿Por qué sólo se animó a dirigir una película?
Yo dirigí una película en 1983, «Amada», basada en un guión que escribí a partir de la novela «La esfinge» del escritor cubano Miguel de Carrión. Dirigí más o menos la mitad del filme pues Humberto Solás, que había comenzado en la dirección, un buen día me dijo que se iba para su casa, que siguiera yo pues la cinta era más mía que suya. Resumen: después no me quisieron dar el crédito de codirector y renuncié a ese nuevo cargo que no me dieron. Preferí seguir siendo cabeza de ratón como editor y no cola de león como director.
Fotos: © Archivo personal de Nelson Rodríguez Zurbarán, Chino López, Marcelino Pérez, ICAIC y Manuel Iglesias
Lima, 1970. Es periodista, editor y profesor del Máster de Periodismo ABC/Universidad Complutense de Madrid. También es autor de los libros de crónicas «Llámalo amor, si quieres» y «Nada que declarar». Vive en España desde el 2005.
Me emocioné leyéndolo. Le debo mucho a este señor. Y agradezco enormemente que se haya sentado junto a mi y a Lester a perfilar mis primeras películas No olvido sus muecas con el ojo medio tumbado y la mano descolgada cuando tratábamos de explicarle por qué eso, que él quería eliminar, nosotros queríamos mantenerlo. Su tino. Su capacidad de editar en el aire, sin tocar una tecla; su dominio absoluto de la gramática cinematográfica, con todas sus reglas ortográficas y su gran virtud para violarlas cuando viniera al caso violarlas y no por puro capricho. Su suprema colección de films y carteles y claro, su amor incondicional a Dionne Warwick y Petula Clark. Si hay un maestro de cine en Cuba, es Nelson Rodriguez Zurbaran.