Este 17 de septiembre se cumplen 8 años de la partida inesperada, aún dolorosa, de Humberto Solás (La Habana, 4 de diciembre de 1941 – 17 de septiembre de 2008), uno de los mitos indiscutibles del cine cubano y latinoamericano.
© Foto de portada cortesía de Nelson Rodríguez
En la primavera de 1994, agobiados ya por la depauperación paulatina de los niveles de vida en Cuba como consecuencia de la crisis económica que se comenzaba a agudizar por la caída del campo socialista -el llamado Período Especial en tiempos de paz-, intenté realizar una trilogía de largometrajes dedicados al maestro del montaje cinematográfico Nelson Rodríguez y su labor al lado de tres grandes cineastas cubanos: Tomás Gutiérrez Alea (Titón), Manuel Octavio Gómez y Humberto Solás.
Era una operación de gran envergadura para un joven de 24 años, pero contaba con el apoyo del maestro. Aún así, conocía los obstáculos que implicaba lograr la totalidad del proyecto: Titón estaba en estado muy delicado debido a un cáncer de pulmón del que convalecía, Manuel Octavio ya no estaba entre nosotros y Humberto, además de ser una persona que no abría las puertas de su intimidad a un desconocido, no mantenía contacto con Nelson debido a la ruptura -desde hacía seis años- de sus relaciones personales.
Pero el empeño era noble: documentar la filmografía de los tres más grandes cineastas cubanos a traves de la interrelación con el montador de sus filmes, una perspectiva casi inédita hasta ese momento.
La entrevista a Nelson fue realizada en su casa del barrio habanero del Vedado en un solo día, para casi 7-8 horas de metraje en cassettes U-matic. Conté con la colaboración de Enrique Portas en la cámara y de Jehovagni Daniel Santana y Marcelino Pérez en el sonido y en la producción. La iluminación corrió a mi cargo, auxiliado por unos filtros que me había regalado para esa ocasión el gran fotógrafo Raúl Pérez Ureta y unos diagramas de cómo colocar las luces. Un amigo de la casa corrió con el maquillaje: Modesto Legón.
Quedamos muy satisfechos y yo, de paso, muerto de miedo por la historia abrumadora que tenía entre manos.
Decidimos comenzar por la parte de Humberto, pero yo no sabía cómo romper la barrera entre la admiración y el terror que me provocaba una figura de sus dimensiones. Nelson Rodríguez tuvo a su cargo la tarea, llamándolo personalmente y diciéndole que le estaban haciendo un documental sobre su vida y quería -necesitaba- que él testimoniara. Humberto accedió.
La cita fue para un sábado en la mañana, a donde llegamos auxiliados por la generosa ayuda de Armando Bilbao, amigo íntimo de ambos cineastas, que brindó su auto y la gasolina necesaria. Esta vez la cámara corrió a cargo de Carlos Díaz. Humberto nos recibió muy gentilmente en su casa de Miramar, en la calle 16 entre 1ra y 3ra, con una sonrisa muy jovial que de ninguna manera prefiguraba la primera frase que escuché salir de su boca en toda mi vida: «Hay apagón, y no se sabe cuándo volverá la luz. La hacemos en otro momento, que Nelson no se preocupe».
Yo me decía que los elementos no podían ponerse tan traviesos como para perder una oportunidad como esa, y menos cuando tantos amigos colaboraban desinteresadamente. Fueron 30 minutos de angustia, en los que Humberto me preguntó sobre qué pensaba hacer, y yo me sentí como un muchacho a punto de suspender en una prueba para una carrera de cine. Mis colaboradores guaradaron trípodes, cámara y luces en el auto, lamentándose. Pero Mercedes -a quien Humberto dedica su «Lucía»– hizo el prodigio y alguien gritó, antes del alboroto subsiguiente en todos los edificios colindantes: «Vino la luzzzzz».
Subimos a su apartamento y comenzamos a instalarlo todo. Ya listos, Humberto escogió sentarse en un sillón de mimbre blanco, y no recuerdo cuál pregunta hice al comenzar el rodaje. El caso es que Humberto no le importó tampoco cuál era, o no le interesaba realmente: estuvo 20 minutos hablando sobre Nelson y elogiándolo de tal manera que hubiera continuado ininterrumpidamente si el fin del cassete no hubiera cortado forzosamente su discurso.
Recuerdo que me dijo: «Bueno, ya. He hablado de Nelson todo lo que necesitaba decir». Y recuerdo también que le dije: «Al contrario, siento que te has desahogado, pero ahora es que necesito comenzar a hacerte preguntas, porque quiero abordar tu relacion de trabajo con él en cada una de las peliculas en las que colaboraron».
Me dijo: «Eso sería imposible, estaríamos varias horas hablando».
Mi respuesta creo que lo desarmó, y lo animó a continuar aquella maravillosa charla filmada: «Seguramente serán menos de las que Nelson dedicó a hablar de ti».
Debo confesar que esas cuatro horas fueron mágicas. Humberto no se molestó jamás cuando yo volvía una y otra vez sobre un tema. Me comentó entre pausas el bien que le hacía recapitular su vida junto a Nelson sin prepararse previamente. Luego, al finalizar, le agradecí su gentileza y nos tomamos una foto, la única que conservo junto a él de ese día inolvidable.
De una parte de la larga entrevista a Nelson Rodríguez y de ésta, también larga, a Humberto Solás, surgió el largometraje documental «El Cine y la Vida», que logré terminar entre 1995 y 1996.
En 1997, acompañado de Humberto, llegamos a la ceremonia de entrega de los Premios Coral del XVII Festival Internacional de Cine de La Habana, donde recibí el Premio Especial del Jurado de manos de Nelson. Un viejo Noticiero ICAIC en colores plasma ese momento.
Titón vio el documental y accedió a darme la entrevista para lo que hubiera podido ser «El Cine y la Vida (parte 2)». La enfermedad se le agudizó repentinamente días antes de la cita concertada y falleció. Su esposa Mirtha Ibarra, años después, lamentaba que Titón no hubiera podido darme ese testimonio: «Se puso muy malito, Manolito. Hubiera sido muy lindo».
«El Cine y la Vida: Nelson Rodríguez y Humberto Solás» tuvo un nacimiento feliz, pero una niñez y juventud muy desdichada. Alguna razón hizo que el mismo no fuera llevado a ningun festival de cine, ni exhibido jamás en el país durante 14 años. La muerte de Humberto brindó el único pretexto posible para que fuera exhibido por primera vez en la Cinemateca de Cuba en un ciclo de homenaje póstumo a su obra.
Para mi sorpresa, el ICAIC propuso que el 20 de Octubre, Día de la Cultura Cubana, el documental fuera trasmitido por primera vez en la televisión nacional, en el programa Historia del Cine. Desde allá llegó el pedido de mutilar determinadas partes del mismo, a lo que me opuse firmemente ante el Presidente del ICAIC, Omar González, quien me apoyó en todo momento: «Si ha estado guardado 14 años, por mi que esté 14 más». En honor a la memoria de Humberto sería una deslealtad censurar sus palabras sobre algunas anécdotas incómodas, pero tristes y lamentables, por las que la llamada «política cultural» le hizo pasar a él, a Nelson y a tantos artistas.
El documental se exhibió íntegramente. Y el diluvio universal jamás llegó.
Dejé los originales de todas esas filmaciones al cuidado del gran amigo Luciano Castillo en las frías bóvedas de la Escuela Internacional de Cine y Televisión, para su conservación. Del documental, Luciano transcribió las palabras de Humberto hacia Nelson en el libro homenaje «El Cine es Cortar», que da nombre a este blog.
En reciente conversación con Nelson Rodríguez y Marcelino Pérez, decidimos republicar estas palabras en recordación de uno de los cineastas mas grandes que ha dado el cine cubano, y como homenaje a su vida y su obra a 7 años de su partida física.
Humberto Solás en «El Cine y la Vida»
(Transcripción de Luciano Castillo, revisión de Manuel Iglesias. Fotos personales propiedad de Nelson Rodríguez)
Esa relación, ese binomio entre Nelson Rodríguez y yo, surgió antes de que ninguno de los dos fuéramos profesionales; es decir, en un momento de incertidumbre, en que los presupuestos o las metas no estaban muy bien definidos para ambos todavía: Nelson estaba indeciso, no sabía si iba a ser director o editor, y creo que la idea de que fuese editor se la di yo, porque a él le fascinaba el mundo del montaje. Recuerdo que estábamos sentados en una esquina en Santos Suárez, hablando sobre nuestro futuro profesional, cuando le aconsejé a Nelson que intentara el camino del montaje.
En el caso mío, como demostré a posteriori, tenía poca vocación por la fotografía, por el montaje, eran elementos que me interesaban, pero yo estaba definido hacia el campo de la dirección. Desde la primera nota que hice, que fue una nota para Enciclopedia Popular, dirigido en aquella época por Octavio Cortázar, y en adelante, siempre trabajé con Nelson.
Minerva traduce el mar es un cortometraje extremadamente pintoresco dentro de la filmografía de ambos. Fue realizado en codirección con Oscar Valdés, ese gran amigo que falleció ya.
Mi estilo de trabajo surgió por un accidente climatológico ocurrido durante la filmación de este corto. Oscar y yo habíamos hecho el guión —en cuya realización Nelson, desde luego, había participado y opinado— y lo habíamos construido de la manera más endémica, es decir, no teníamos copia, teníamos solamente un original.
Filmamos todo en Santa Fe, eran como ochenta planos y en medio del nerviosismo que teníamos los dos en el proceso de realización, viene una ventisca muy grande y me arranca el guión de las manos. Como yo estaba tembloroso por el estrés del trabajo, el guión se fue por el aire y cayó al mar, y como yo no nado bien y hacía mucho frío, pues, desde luego, no se me iba a ocurrir tirarme al agua.
Y así fue como empecé a utilizar la improvisación como método de trabajo. No sabía por qué estaba haciendo aquello, era pura intuición y, desde luego, descubrí el Mediterráneo; es decir, ya eso existía: trabajar por el método de improvisación, pero yo no tenía la menor idea. Tenía apenas diecinueve años cuando esto ocurrió y no había estudiado en ninguna escuela de cine.
Ese documental tiene momentos lindos, aunque en conjunto no es bueno. Sin embargo, su mérito radica en todos aprendimos a trabajar con un sistema para el cual no estábamos suficientemente preparados y, tanto los directores como el editor, no teníamos la menor idea de que se podía hacer.
Tomando en consideración esta experiencia, mi siguiente trabajo, El retrato, nos demostró —tanto a Oscar Valdés, que también era el otro director, como a Nelson— que la filmación se podía componer de un guión donde no estaba preestablecido el montaje y que se podía dejar mucho a la imaginación la realización del proyecto durante la puesta en escena. Y cuando llegó ese material a las manos de Nelson, él sabía qué se había filmado y pudo montar aquello con cierta libertad de operación estética. Era un documental muy surreal, basado en un cuento muy lindo de Arístides Estévez, el gran pintor y cuentista cubano, y que realmente era poco sincrónico con la realidad porque se trataba de una historia tipo Edgar Allan Poe, filmada en el Bosque de La Habana, cuando en Cuba estábamos, nada más y nada menos, en el año 61.
Manuela surge al calor de mi necesidad de volcar la Isla con esa visión que me había dado la distancia y la nostalgia, unido al descubrimiento de la estética pasoliniana en su momento vital, que es el de El evangelio según San Mateo, Mamma Roma, Accattone, etcétera, que venía muy bien también con el temperamento de Nelson; es decir, nos pusimos muy de acuerdo en que yo filmaría de una forma que después iba a establecer un montaje muy original.
La película se basaba en un guión —donde colaboró Nelson— que consistía, más bien, en una estructura con apuntes de diálogos y de situaciones, como una escaleta ampliada. No era un guión bien terminado, no era un guión de hierro, en el cual la puesta en escena tenía un carácter iconoclasta, aparentemente arbitrario.
Durante la filmación ocurrió cualquier tipo de transformación al guión sin apartarnos de los lineamientos conceptuales ni de fundamento. Eran materiales en los cuales a veces la claqueta no aparecía, porque es que no había forma ni de comenzar ni de terminar orgánicamente. Se filmaron muchos planos secuencia, enormes planos secuencia cámara en mano, que aparentaban un caos.
Cuando vi aquel material en su conjunto, lo menos que me ocurrió fue que me enfermé, y tuve como una fiebre paroxística, algo insólito, una especie de hecatombe del metabolismo producto de una perspectiva muy negativa con la que vi el material. Me daba la impresión de que no podría editarse, pero cuando Nelson me habló para convencerme de lo contrario, le dije: «No creo que eso sea verdad, pero si tu crees que lo es, hay que editar hoy la batalla de la película». Imagínate, eran prácticamente diez minutos de batalla y Nelson editó la batalla de Manuela en cuatro horas, quizás hasta en menos tiempo.
Como único pude recuperarme del estado en que me encontraba fue cuando él me demostró que era un excelente material, si no llega a ser por esto creo que habría muerto porque esa era mi primera película, era mi primera puesta. Y, efectivamente, resultó, a mi modo de ver, una buena batalla para aquel momento del cine cubano. Él tenía razón, y yo constaté la magia de Nelson en el trabajo.
Para Lucía pusimos en práctica una técnica de participación en la puesta en escena de todos los factores; o sea, los actores participaban porque reescribían los textos de la película; la cámara, porque no se preestablecía cómo iba a ser su trabajo, y el montaje —del que era coautor del conjunto de la obra en general—, porque tampoco estaba preestablecido en el guión el carácter que iba a tener. Se desprendía, se sentía en el tratamiento cómo iba a ser, pero no estaba establecido en planos.
Lo que más nos interesaba en todos los estadios del producto era lograr una imagen de realidad, una vitalidad contagiosa, y bueno, la edición era sumamente difícil. En el caso de Lucía, Nelson tuvo que trabajar con un material que implicaba, a veces, cortar por el medio diferentes planos-secuencia con una cámara que se movía… Imagino que puedan comprender lo que implicaba esta aventura técnica y estética del montaje, pero ese era nuestro estilo de trabajo en aquella época.
Nelson fue el editor de la primera generación de películas cubanas, el editor por excelencia, y el editor de los clásicos del cine cubano de la década del sesenta, el editor indiscutible de esas películas.
En Lucía hay una cosmogonía implícita, en Memorias del Subdesarrollo hay una cosmogonía explícita. El demostró su versatilidad, es decir, tuvo la sangre fría que hacía falta para editar Memorias… y la sangre caliente que hacía falta para editar Lucía…, dos películas tan diferentes. Pienso que fue interesante lo que ocurrió ese año, porque el cine cubano demostró que su espectro era muy amplio, y Nelson demostró que en ambas posibilidades era un maestro del montaje.
Un día de noviembre es una película muy personal y, cuando digo muy personal, no quiero decir que ni Lucía, ni las que hicimos después no lo hayan sido, pero en el caso de Un día de noviembre había un matiz psicológico que evidenciaba una cierta voluntad autobiográfica, aunque la historia narrada no era estrictamente personal.
Era una película que mostraba cierto aire de desilusión, porque había una serie de metas que la sociedad se había propuesto y que, finalmente, no configuraban la realidad. La película reflejó eso y tuvo una historia muy triste como producto cinematográfico.
De todas maneras, fue una experiencia feliz: se mantenía dentro del espíritu de Lucía en cuanto a esa técnica de participación, el tipo de trabajo con los actores, ya la cámara era más moderada, más asentada —era otro fotógrafo— y, además, la película necesitaba ese tipo de imagen.
A partir de Un día de noviembre decidí no hacer nunca más un cine sobre la contemporaneidad, porque nos decíamos: ¿para qué vamos a hacer una película sobre la contemporaneidad si no vamos a poder ser sinceros, si no vamos a poder decir todo lo que pensamos?. Mejor hablar o de otros países o de otros momentos históricos.
Por eso, como autor, me incliné a hacer películas históricas y quedé prácticamente sin trabajo en esa época. Nelson fue no solo un respaldo económico, sino un respaldo moral muy grande durante toda esa etapa que fue bastante triste; es decir, el “quinquenio gris” a mí me resultó un “quinquenio negro”, un quinquenio de inactividad, de parálisis, de falta de perspectivas, de desazón y de no aceptar un sentimiento de culpa, que no podía asumir porque no era culpable de nada.
Para Simparelé —el título lo dice: si no grito, estallo— entonces aprovechamos esa coyuntura de Haití y de toda una historia traumática para hacer un espectáculo irascible, podría yo decir.
La década del setenta es el momento —o uno de los momentos, quizás el más pernicioso de ellos— del sectarismo, de las grandes limitaciones espirituales, ideológicas y políticas en el país.
Entonces, logramos para Cantata de Chile un presupuesto porque se trataba de Chile, cuya situación sentíamos en el corazón profundamente, pero sabíamos que si no abordábamos uno de esos temas nos iba a ser difícil, sobre todo después de la dramática experiencia de Un día de noviembre.
Cantata… fue el pretexto para hacer esa operación coral, esa operación donde se partía presupuesto del cine como integración de todas las artes, de las artes plásticas en general, de la música, de la literatura…
La película se concibió en base a poemas de Neruda, y Nelson tuvo otra vez una participación decisiva porque el material en bruto de Cantata de Chile solamente lo podía editar Nelson Rodríguez Zurbarán, porque ya tenía una tradición de trabajo conmigo y con los resultados de cámara de Jorge Herrera.
Wifredo Lam era también un material muy en bruto, muy imprevisible como resultado. En él se interpola la danza, las artes plásticas, la narrativa documental, a veces tradicional, la entrevista, etc… Es decir, que era algo aparentemente disperso que había que darle cuerpo, sangre, nervios, estructura, hueso, etc, y creo que ahí el aporte de Nelson es fundamental.
Él trabajó mucho en la estructura de ese documental, yo no tenía una idea clara de cómo estructurarlo, porque yo tenía una relación muy emotiva con el tema, pero no tenía una concepción estructural. Desde luego, la tenía porque había filmado todo aquello, pero yo no la tenía muy clara en el momento de filmación. Realmente Nelson consolidó la estructura dramática, el hilo, la progresión de ese documental en la mesa de montaje.
Nelson está en Cecilia como en todos mis proyectos. Está desde el momento del guion, y juntos compartimos la suerte y la desgracia de esa película: nos comprometimos con el punto de vista, con la concepción irreverente, con ese estilo de versión libre, etcétera. Se solidarizó mucho conmigo en todos los aspectos demoledores que tuvo la trama de Cecilia después de su aparición ante el público.
La película se concibió como una especie de mosaico de la nacionalidad cubana; se partía de un texto clásico pero con una actitud muy irreverente.
Eso molestó a muchas personas que no eran conservadoras pero que habían sido manipuladas hasta cierto punto por la prensa, por la actitud hostil que tuvo ésta, pues se desató una campaña desde el principio contra la película, y Nelson fue víctima también de cierta forma de todos estos acontecimientos en tanto miembro del equipo del guión y defensor inclaudicable de los presupuestos que habían animado a hacer la película de esa manera.
Cecilia tuvo un montaje extremadamente angustiante porque iba a ser un filme de dos horas y yo filmé materiales para siete horas prácticamente. La gente considera que eso no es profesional, pero a mí no me interesan esos criterios. El material crecía porque me apasionaba lo que estaba filmando.
Se hicieron muchas ediciones, fue muy agotador el proceso de montaje. Se hizo una versión de cuatro horas en dos partes para el cine, se hizo la versión internacional –que yo pienso que es la mejor-, una versión de dos horas… Nelson tuvo que demostrar una capacidad de trabajo y una maestría enormes, porque tuvo que darle espíritu y razón de ser a un serial, a una versión de dos partes para el cine y a una versión en una sola parte, en un solo episodio, para el cine también.
Pienso que sí, que en todo ese período de un año de montaje hubo momentos de mucha tensión, seguramente, y quizás hubo discusiones, como siempre ha habido entre nosotros a la hora del trabajo. Pero discrepancias fundamentales, no creo, siempre hemos trabajado en armonía, una armonía muy polémica, ¿no?.
Aquel fue un trabajo abrumador de meses, durante el cual él no perdió el tino, no perdió la perspectiva nunca, y demostró tesón y capacidad profesional a prueba de fuego.
Desde el punto de vista humano significó para mí la confirmación de algo que yo no tenía que confirmar, pero por si quedaba alguna sospecha: Nelson se mostró otra vez solidario conmigo, hizo batalla a mi lado, hizo trinchera a mi lado contra todos los demonios que se desataron alrededor de esta película, y no solo me aportó en lo técnico, artístico, cultural, sino también en el aspecto humano, que consolidó para siempre una amistad entre Nelson Rodríguez y yo.
Amada fue una película que Nelson la concibió como un experimento, y yo también, un poco siguiéndole los pasos, como un experimento de estudio, de las películas de estudio del cine norteamericano de la década del cuarenta, de los años treinta también.
Amada era como un divertimento, a pesar de que era un drama psicológico e histórico muy fuerte. Amada representaba para él como la plasmación de todas sus fantasías de cinéfilo y, por otro lado, era también una manera de acabar con esos fantasmas… o no: creo que nunca terminó con ningún fantasma, los fantasmas siguen vivos.
Llegamos, incluso, al caso tipo hermanos Taviani, en el que Nelson dirigía un plano y yo dirigía el otro, según las afinidades que teníamos con determinadas escenas. En fin, para mí era importante esa película porque, aunque no está lograda, significaba también un homenaje a la relación humana y profesional que habíamos tenido durante tantos años.
Lo más ingrato que tuvo Amada para Nelson es que la dirección del ICAIC -que en este caso era Julio García-Espinosa, el presidente- no consideró oportuno que él apareciera como codirector, porque pensaba que unido a la aventura anterior de Cecilia, pues entonces era como si yo necesitara un bastón para hacer una película.
Fue una larga discusión, donde realmente quizás lo que yo tenía que haber hecho era haberme negado a aceptar esa situación de manera muy abierta pero, en fin, llegamos a la conclusión de que Nelson apareciera en los créditos como director de doblaje, autor del guión… Eran tantos cargos que, a simple vista, pues la participación de Nelson era más alta que la mía.
Un hombre de éxito es una película que se realizó con toda la picardía —y hay que confesarlo— de querer lograr dos objetivos: uno, replantear en el caso mío mi papel de persona confiable dentro de la industria; en tanto yo era capaz de realizar un producto que daba la impresión de ser muy costoso con mínimos recursos. También nos planteamos que las secuencias no duraran más de dos minutos, porque nos dábamos cuenta de que el público estaba muy habituado a la percepción dramatúrgica del cine norteamericano, donde difícilmente una secuencia dura más de dos minutos.
El montaje sirvió de mucho, fue fundamental, porque realmente había poco, y el montaje, la banda sonora, los sonidos en off, lograban una atmósfera de espectáculo que realmente la imagen per se no la contenía.
Nelson trabajó con mucha finura todos estos elementos, aparentemente contradictorios, entre banda sonora e imagen; o sea, eran como dos tramas: una trama ortodoxa que progresaba linealmente, aristotélicamente, y una banda sonora que creaba una contradicción, no solamente las canciones populares, sino la música de Luigi Nono, que aparentemente era inapropiada para esta película y después, por una fórmula muy especial, resultó extremadamente coherente.
Por primera vez colas en los cines. La película para colmo, y era inevitable que pasara, había sido candidata para el Oscar. Imagínate, una película que se había hecho dentro del sombrero del mago de la narrativa hollywodense, claro que le tuvo que gustar a Gregory Peck, a Jack Lemon y entonces la ofrecieron para el Oscar.
Yo no quiero ser el detractor de Un hombre de éxito, es una película que yo amo mucho, inclusive la película está tan maliciosamente realizada, que en cierta ocasión alguien —no sé si fue Julio García-Espinosa— me comentó: «La película tiene un encanto maligno, demoníaco».
Y, efectivamente, hubo tanta picardía para hacerla por parte del guionista Juan Iglesias, de Nelson Rodríguez, de Humberto Solás, del fotógrafo Livio Delgado, que existe algo en ella un tanto satánico, no en el sentido literal de la palabra.
El Siglo de las Luces es una aventura de otro tipo. Es la culminación de este período de neoclasicismo. Nelson no intervino en la primera parte de la ejecución por dos razones; una, por cuestiones personales, nos separamos un tiempo y, por razones profesionales, era un contrato con la televisión francesa que exigía en la división social del trabajo que los editores tenían que ser franceses.
Y a Nelson le tocó la parte más triste: cómo llevar seis horas de puesta en escena a nada más y nada menos que dos horas diez minutos. Y con un libro monumental como El Siglo de las Luces, resultaba extremadamente difícil realizar esa operación sin que la historia pareciera deshilvanada.
Nelson hizo lo que pudo. La película no es su obra, él no participó ni en el guion, ni participó en el proyecto, ni participó —como a menudo hacíamos en el pasado— en las filmaciones; por lo tanto, estaba muy desapegado del material y tuvo la generosidad de hacer esta síntesis. Realmente era un material que él no manejaba con convicción, con conocimiento, porque estaba muy ajeno a esta historia y, sorpresivamente para él, a última hora, tuvo que ser el salvador de una eventual edición cinematográfica.
No es un buen trabajo, no es culpa de él, es culpa mía. Es culpa también de la incomprensión de las autoridades del cine que no lograron nunca entender que la versión de cine tenía que ser de tres horas. Creo que hubiera tenido un mejor mercado que el que ha tenido con las dos horas diez minutos, y ya no se puede reeditar porque esos materiales están perdidos. De todas maneras queda el serial de cinco horas y media, que es la película que yo hice y que yo, eventualmente, amo.
En el caso de Nelson solamente puedo hacer elogios, y elogios que no parten de una concepción subjetiva de nuestra relación. Son elogios.
Puedo hacer críticas también al trabajo de Nelson, pero, indiscutiblemente, nunca he trabajado con un editor mejor que él, y creo que nunca encontraré un editor mejor que él.
Nelson es un caso muy especial, muy excepcional, en la historia del montaje en estos últimos treinta años, porque si unimos su capacidad de editor con su capacidad de musicólogo intuitivo, de director de actores nato, de cinéfilo que sabe encontrar en cada secuencia que se filma o que está por filmarse un referente en la historia del cine, realmente se consolida una personalidad muy fuerte, muy vigorosa, de una altura profesional realmente difícil de encontrar.
Es la persona que más he querido en la vida, conjuntamente con mi madre. Sí, yo creo que Nelson es una persona especialmente importante en mi vida: ha sido el mejor amigo y la persona que ha hecho el aporte profesional más vigoroso y más revelador.
Es un hombre de la cultura cinematográfica y es un hombre que ha realizado un aporte fundamental al cine cubano. Y de no haber existido Nelson Rodríguez, el cine cubano quizás hubiera sido un tanto diferente a lo que es, porque él, con sus gustos, su personalidad, sus puntos de vista, tanto estéticos como técnicos, como estructurales y musicales, etcétera, pues ha ayudado a configurar lo que es el cine cubano.
Director, editor y guionista cubano ganador en 2017 de un Emmy Award de la National Academy of Television Arts and Sciences (NATAS) en Estados Unidos, de la que ha recibido 5 nominaciones anteriores.
También ganador en la categoría Video del Gerald Loeb Award 2017, el galardón más alto y prestigioso en Estados Unidos al periodismo financiero y de negocios, ganador del Premio Coral Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine de La Habana de 1997 por su largometraje documental “El cine y la vida”, así como otros reconocimientos internacionales. Algunos de los filmes que ha editado han sido nominados a los Premios Goya en España, así como a los Premios Platino del Cine Ibeoramericano.
Actualmente reside en Miami y trabaja como editor para NBC Universal Hispanic Group.