El videoclip de factura cubana, como movimiento creativo, emergió hace alrededor de tres décadas a la palestra audiovisual criolla, básicamente como producto de pretensiones y valores artísticos. A esto contribuyó la ausencia en el país de un circuito promocional disquero que contemplara al videoclip, a la usanza internacional, como un mero segmento de toda una campaña concebida y desarrollada para vender un fonograma determinado.
Tales producciones nacionales adquirieron entonces una autonomía singular, con un ciclo vital muy diferente, y una revalidación del discurso visual sobre el musical, muchas veces llegando a la más pura inversión jerárquica. Lo que resultó y resulta excepcionalidad autoral en el videoclip mundial —derivada esta zona creativa de la gran corriente comercial—, devino casi norma para Cuba. Los públicos nacionales lo asumieron, más orgánicamente que muchos, como una zona de creación audiovisual.
Súmese que muchos realizadores cubanos, tanto de las generaciones fundacionales del movimiento, hasta las más recientes, miraron hacia el videoclip como una alternativa, también de creación; en espera de la oportunidades de acceder al cortometraje (que también resulta en la mayoría de los casos un formato de transición) y al definitivo largometraje de ficción.
Una consecuencia directa de esto es que los Premios Lucas prioricen los valores artísticos de las producciones a galardonar, o que el propio programa televisivo no deje de enfatizar en ser una plataforma eminentemente audiovisual, incluyendo la sección de crítica especializada, a cargo de Rufo Caballero, que también perseguía la deconstrucción de los códigos visuales, sin negar la perspectiva digamos que “fílmica” de la gran mayoría de los análisis desarrollados en El Caballete de Lucas. No faltaron tampoco los debates (algunos encarnizados) entre especialistas, aun latentes, acerca de la real naturaleza y propósitos del género, ya comerciales, ya artísticos.
Paulatinamente, el videoclip Made in Cuba, si bien mantiene su autonomía —pues sigue sin existir un verdadero mercado del disco en Cuba— sí ha devenido un renglón lucrativo con trazas de industria, a la par de la entronización y prosperidad de determinados géneros musicales en el gusto de los públicos mayoritarios (pop, reggaetón, bachata, timba, canción), con la consecuente alternatividad de muchos otros (trova, jazz, rock n´roll, rap, clásica occidental…).
Estas circunstancias han provocado una significativa vuelta de tuerca al videoclip local en las perspectivas creativas, en los ritmos de producción, en los balances genéricos y por supuesto, en los códigos visuales manejados. El diálogo entre imagen y tema musical se ha reconfigurado hasta, muchas veces, la subordinación definitiva del primero a la segunda, sobre todo en las áreas más “comerciales”.
Una nueva generación de realizadores ha emergido y se ha consolidado en medio de estas circunstancias (Joel Gillian, Manuel Ortega, Jose Rojas…), ya muchos de ellos despojados de las pretensiones artísticas de los padres fundadores del videoclip en Cuba y se sumergen desprejuiciadamente en las aguas de las fórmulas atractivas para grandes masas de públicos: dígase la estilización de los intérpretes y sus correspondientes modelos, de rostros “correctamente bellos” apegados a las modas imperantes (hechos por ordenador parecen los muchachos de Ángeles y SMS, o las diferentes “señoritas” que han surgido en el pop cubano, ya sean de nombre Dayana, Gladys o Evelyn, quien emplea el inglés ‘Miss‘).
Convive con esto la estética reggaetón, que legitima otros cánones más “urbanos”, a los que responden figuras como El Micha o el Yonky, por mencionar dos muy conocidos, con videoclips mucho más agresivos en términos sobre todo sexuales, acorde las propias proyecciones y discursos de tales intérpretes, donde se aprecia una simplificación de la mujer como objeto erótico, puro catalizador afrodisiaco, de carnes voluptuosas y elementalmente sedientas de copular con los “irresistibles” reggaetoneros.
Las nuevas generaciones de realizadores de videoclips parecen, entonces, diferir de sus antecesores en los intereses creativos y se ven volcados hacia las tendencias más facilistamente mercantiles. Adscritos están a mínimas y rápidas fórmulas, esquemas, recursos y códigos, en correspondencia con la propia llaneza de los músicos promocionados en sus obras.
Más allá del inevitable empleo de la fotografía en HD (High Definition / Alta definición), se aprecia un festivo e ingenuo abuso de los filtros de colores muy brillantes, como una moderna revalidación del Technicolor hollywoodense, como las piezas de Rojas y Ortega, o de tonalidades metálicas, como las producciones de Gillian, las cuales denotan poco o ningún interés por indagar en las posibilidades estéticas que esta tecnología puede brindar.
https://www.youtube.com/watch?v=OqaGZ-uuRVg
Tecnología al fin, todo depende del artista que la usa y si este se pliega a sus más elementales opciones, pues apenas una imagen nítida resultará, como el todavía reciente «Viva el Verano», de Geovanys F. García, apenas la sucesión muy elemental de planos de personas “lindas” y “en onda”, bailando en una piscina.
A escala de relato audiovisual, el videoclip cubano se aboca a una simplificación estrepitosa, meramente formalista, donde numerosas obras se resuelven con la filmación de fiestas masivas o conciertos, donde las fans se despepitan por los intérpretes de pop, reggaetón o bachata, como los videoclips del Sr. Rodríguez o Los Extraterrestres. La dramaturgia se ve reducida a niveles cercanos al cero absoluto, alejada de cualquier interés por contar historias.
Eso sí, en tales piezas gana en protagonismo la figura del intérprete, los dúos, tríos o grupos de estos, respondiendo a la primigenia misión promocional-comercial del videoclip en el mundo. Por supuesto, como aceleradores hormonales masculinos (pues este parece seguir siendo el gran público meta de tales videoclips) no faltan las consabidas modelos de rutilantes cuerpos, muy acordes con los cánones occidentales, donde se acomoda el estereotipo tropicalista.
La coreografía de grupo ha remontado también el videoclip cubano de corte más comercial, desde la perspectiva de los conocidos como back up dancers o bailarines de apoyo a la figura de turno, a partir de concepciones artísticas muy elementales, también de altas cotas erógenas, y una vez más la “belleza” de revistas como carta de triunfo visual. Así, vemos a la Srta. Gladys en la playa, bailando semidesnuda, junto a fortachones modelos de cuerpos depilados.
Tramas amorosas de sesgo telenovelesco, gimientes intérpretes románticos en plena añoranza de amores perdidos o inalcanzables, como las propuestas de Elain Morales («I believe in love»), Eric John («Te extraño») o hasta el propio Waldo Mendoza («Llórame un río»); playas de postal repletas de chicas y chicos en bañadores, en constante provocación libidinosa; todo dominado por el más encarnizado sibaritismo y espíritu de lúdica despreocupación: “¡A divertirse, que no hay más ná!”, parecen gritar, una y otra vez, tantos y tantos videoclips.
Ahora:
¿Hasta qué punto resultan alarmantes tales circunstancias?
¿Hasta qué punto no está sucediendo una sincronización de Cuba con las dinámicas internacionales en cuestiones de industria musical, donde prima el videoclip banal, simple y estereotipado?
¿Hasta qué punto no se han reacomodado en el país las proverbiales proporciones entre música masiva y música de minorías?
¿No es el panorama del videoclip actual un indicador muy fidedigno de los devenires del gusto nacional, y de los resultados obtenidos por estrategias de promoción tanto institucionales como underground en los públicos?
Espero por respuestas…
Cienfuegos, 6 de octubre de 1981. Licenciado en Periodismo. Narrador y crítico de literatura y cine, Sus reseñas han aparecido en libros, revistas, periódicos y sitios digitales, y su obra literaria ha sido recogida en algunas antologías en Cuba.