Un álbum estrictamente personal de las diez probables mejores actuaciones masculinas en el cine cubano, según el crítico, ensayista y dramaturgo Norge Espinosa.
“Las damas primero”, nos dijimos Manuel Iglesias Pérez y yo cuando empezamos a darle vueltas a la idea de un repaso de las mejores interpretaciones masculinas y femeninas en el cine cubano.
La cuestión fue mucho más allá, porque establecer un catálogo personal de tales desempeños a través de un diálogo entre el editor y creador de este sitio web y mis propias impresiones, nos llevó a repasar mucho más de lo previsto. En solo un par de años, el cine cubano celebrará las seis décadas de fundación del ICAIC, y eso conllevará un registro mayor de lo alcanzado y de lo que no fructificó.
Baste señalar que en 2018 “Memorias del subdesarrollo” y “Lucía’ alcanzarán el medio siglo de existencia, como para indicar cuánto debería ser repensado en función de ese anhelo mayor que es el de una cinematografía tan particular, con historias cruzadas donde se mezclan hallazgos, presiones, logros, desencuentros, censura y libertades inimaginadas, así como el precio que por todo ello han debido pagar no solo los protagonistas de esta saga, sino también sus espectadores, el público que se deja ver, en tantas formas, sobre esa misma pantalla que es la memoria.
Cuando accedí a crear un álbum de diez grandes interpretaciones femeninas, sabía que no me podría librar de repetir ese gesto en relación a nuestros actores. Eso sí, el esfuerzo fue tan agotador, elegir fue tan difícil, que pedí a Manuel unos meses antes de volver a lanzarme al vacío.
Y como soy de palabra, aquí estoy de nuevo en esta caída libre. Que lo hago con gusto, no lo niego. Que colocar en una determinada escala el nombre de figuras notables y caracterizaciones intensas es riesgoso, tampoco se me escapa. Me animo a hacerlo porque también así me pongo a prueba, y extiendo ese desafío al lector, pidiendo su complicidad.
Agradezco a Manuel por la oportunidad, a los que aprobaron, discutieron y sugirieron otras variantes acerca de la elección que hice acerca de nuestras actrices, y aclaro, antes de empezar con este otro reto, que no estamos aquí eligiendo a los mejores histriones del país, sino tratando de equilibrar una mirada en la que importa la calidad de sus entregas a ciertos roles, en películas concretas, amén del elogio que hayan obtenido en otros medios, como el teatro o la televisión.
Vaya esto como un acto de tributo a directores, camarógrafos, editores, vestuaristas, maquillistas, sonidistas, a todo el equipo que los acompañó en esos filmes. Valga todo como otro modo de mirar al cine cubano, de encontrar en esa pantalla un referente digno de admiración que pueda acompañarnos por algunos años más.
Entonces, aquí estamos de nuevo.
Los actores elegidos están aquí por su entrega a roles protagónicos, coprotagónicos o secundarios de gran importancia, capaces de discutir con la primera figura de la película determinada primacía, atendiendo a la solidez de sus caracterizaciones y, en no pocos casos, al arrojo conque afrontaron la complejidad de sus personajes en filmes que marcaron puntos de giro en nuestra cinematografía.
Tal y como pasó con las actrices, ello ha implicado discriminar entre unos y otros, aguzar la mirada en función de sus valores específicos y cómo acentúan el impacto de un título determinado. Recuerdo al lector que esta es mi selección personal y no pretende anular otras en modo alguno.
Antes de entrar en materia, quiero conceder dos menciones de honor, que espero se expliquen debidamente:
Primero, por su sólida interpretación en el papel del conde que protagoniza “La última cena”, a Nelson Villagra.
Este espléndido actor chileno (y es su nacionalidad lo que me impide colocarlo en la lista con los otros actores) intervino en importantes proyectos del cine cubano, y fue siempre un intérprete mesurado y eficaz, que aprovechó brillantemente la oportunidad que le concediera Titón como eje de esta importante película de 1976.
Vale recordarlo también en “Cecilia”, de Humberto Solás, prueba de su ductilidad y eficacia. Una señal para rastrear el aporte que actores y actrices extranjeros han hecho a nuestra cinematografía.
Y por su espléndido trabajo como actor de voz, a Frank González, por su desempeño como Elpidio Valdés a lo largo de cortos y largometrajes de este personaje creado por Juan Padrón. González dio voz no solo al mambí, protagonista indiscutible de la historia de nuestra animación, sino que aportó su profesionalismo y su gracia indudable a muchos otros animados, cubanos y extranjeros.
En Elpidio Valdés dejó una confirmación de su excelencia como actor de voz, una especialidad poco reconocida entre nosotros (en “Los cien caminos del cine cubano”, por ejemplo, ni se menciona el elenco del primer largometraje en su ficha técnica), logrando una empatía ineludible entre el rostro dibujado y su acento vocal tan criollo.
Añádase que Frank hizo además voces de otros personajes en esos filmes inspirados en la guerra de independencia, tanto negativos como positivos, demostrando una versatilidad y dominio de sus capacidades dignas de verdadero encomio. Le agradezco desde aquí tantas mañanas y tardes viendo esas piezas de la saga elpidiana, que acaso hubiesen sido no tan simpáticas ni entrañables de no contar con su brillante desempeño.
Volver a enfrentarme con tantos títulos me ha dejado asimismo recordar actuaciones que hoy resultan más trascendentes o interesantes de lo que advertimos en las fechas de su estreno. Ojalá pueda, entre una elección y otra, mencionar al menos a muchos de los que también son nombres dignos de tributo.
Y aquí empieza el pollo del arroz con pollo.
Se trataba de exorcizar ciertos demonios, y de mostrar al espectador cubano a un hombre homosexual que no solo fuera creíble, sino que además consiguiera sobrepasar prejuicios de todo tipo para ganar la complicidad del público, sin lo cual no sería posible sostener el filme.
Creo que casi toda La Habana pasó por el casting para esta película, último gran empeño de Tomás Gutiérrez Alea (Titón), codirigida con Juan Carlos Tabío a partir del cuento “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, sobre guion de su autor Senel Paz.
Un actor casi desconocido en el cine cubano, aunque ya visible en la escena (la célebre “Trilogía de Teatro Norteamericano” de Carlos Díaz, de 1990), o “Shiralad” en la televisión cubana, fue el elegido. A la manera un tanto de William Hurt en “El beso de la mujer araña”, era quizás demasiado joven y hermoso para un papel que en el relato original se dibujaba de otro modo.
La confianza plena de Titón en Jorge Perugorría, un trabajo preparatorio en el que el propio Carlos Díaz tomó parte, y un tono que iba sin estridencias desde el humor al drama, consiguió sin embargo que aquel joven venciera el enorme desafío. Le anteceden pocos actores en el cine cubano capaces de incorporar a un homosexual de manera nítida, destacándose entre ellos el Adolfito, melodramático y todo, de Carlos Cruz en “La bella del Alhambra”.
Diego, a diferencia del amigo de Rachel, no muere al final del metraje, pero tiene que irse de Cuba. Si elijo a Perugorría para dar a esta lista su arrancada, es no solo por su mirada en algunas escenas, por sus transiciones irónicas, por la pausa que antecede al chiste aquí y allá (como cuando habla a los tres Juanes de su Caridad del Cobre o pregunta a Nancy por unas tijeras invisibles), sino por sus silencios y algunos parlamentos en los que se consigue ver a Diego más allá de su propia máscara. Digamos: cuando se acerca al buzón para dejar las cartas que él sabe le van a costar muy caro. Quien haya vivido la premier de “Fresa y chocolate” recordará esa noche con intensidad, y sus proyecciones en aquel Festival del Nuevo Cine en una capital asediada por los apagones.
Esa película, amén de sus propios valores, restañó en cierto modo algunas heridas, alentó a creer que no toda la espiritualidad que nos debíamos estaba diluyéndose. Y lo hace con humildad, y acaso de ello provenga mucho de su eco entre nosotros, de su presencia en la memoria colectiva de más de una generación.
A todo ello, Jorge Perugorría le aportó algo que puede ser definido como encanto. No es una loca desaforada ni un maricón de closet, aunque a ratos muestre esa pudibundez que le haga cubrir a David con un mantón de manila. La suya no es solo una caracterización útil dentro del filme, sino también más allá, crucial en el modo en que una determinada parte de la Nación visibilizó a un hombre gay y abrió para este personaje un sitio en la galería del cine y la realidad cubana, tras el cual vendrían otras figuraciones, otras maneras más sutiles y más agresivas, como también puede ser, de muchas otras biografías.
La carrera de Perugorría ha sido luego desigual, con momentos más interesantes, por ejemplo, en “Guantanamera” o “La pared de las palabras”. Pero queda claro que entendió el peso de este personaje, lo que significaba probablemente no solo para su trayectoria. Y por eso, cuando al recibir el Premio Coral proclamó que lo dedicaba a esos tantos Diegos que la homofobia, el prejuicio y el odio no solo político alejó de Cuba, dejó claro que “Fresa y chocolate” no era solo un filme sobre la posibilidad de un diálogo, sino un filme que apostaba por la posibilidad misma de reinventar una idea de Cuba.
Se trata de uno de los mejores actores de su generación, uno de estos intérpretes que desaparece para dar paso a su personaje, como demostró desde los inicios de su carrera, en teleseries como “Algo más que soñar”, “La semilla escondida” y otros ejemplos.
Ya había colaborado con Fernando Pérez en “La vida es silbar”. Y luego demostraría que puede sostener todo un filme narrado con peso irregular en “Páginas del diario de Mauricio”.
Uno se pregunta por qué no ha estado más a la vista, porque se trata de una presencia que puede agradecerse siempre. Su momento en el cine cubano llegó con este complejo proyecto del director de “Clandestinos”, un título entrañable que consigue no solo adentrarse en episodios poco repasados de la biografía del Apóstol, sino recordarnos la vulnerabilidad y humanidad de una figura a la que solemos ver únicamente sobre ciertos pedestales. Interpretar a Boca Negra, el padre de ese niño que luego se volvería omnipresente en cada rincón de la Isla, era un reto sin dudas muy alto.
Durante la mayor parte del metraje, Mariano Martí es un hombre recio, de criterios sobre la justicia expresados siempre gravemente, que no duda en hacer sentir su mano sobre el hijo cuando siente que este muchacho raro tiene otras aspiraciones. Generalmente irritado, rara vez capaz de mostrar ternura, halla su equilibrio en Leonor Pérez, la esposa, interpretada por Broselianda Hernández.
Cuando se enfrenta a la dama del carruaje, o cuando intenta detener el tráfico de esclavos, o se niega a aceptar chantajes y sobornos, consigue explicarnos el por qué de esa actitud. Tenso como un arco, sabe que es responsable no solo de su familia, sino de lo que su uniforme dice a los demás con respecto a su concepto de autoridad.
Su desempeño total es de un actor que se sabe maduro, que ha sudado ya otras fiebres, y que se aferra al guion y a una imagen que, por contraste, nos dejará apreciar mejor el proceso que vivirá el niño y adolescente José Martí. Se guarda los recursos sabiamente y, en una sola escena, aquella en que acude a las canteras donde su hijo cumple la condena por su desacato al gobierno español, desencadena todo lo que el personaje se ha callado hasta ese instante.
Es cosa de un actor talentoso regalarnos esos giros sorprendentes, desequilibrar en pocos segundos lo que hemos ido creyendo de su personaje para que tengamos una visión mucho más rica de su sicología y sus conflictos internos. El llanto de Mariano Martí, cuando ya su hijo de aleja de espaldas, sobrepasa la negociación del filme con la historia, la biografía, y sobre todo, con el peligro de la hagiografía que tanto ha dañado a José Martí.
La película de Fernando Pérez logra desmontar ese álbum cívico que nos han legado mansamente acerca de su protagonista y, más que una arqueología, nos acerca a una eticidad que lo martiano ha conseguido preservar como su médula, como el símbolo caricioso y difícil de toda fundación, que no niega la carne y la sangre que a todo ello acompaña. Toda la película responde a ese acto de gracia. Quiero agradecer a Rolando Brito por ayudar no poco a ello. Y verlo más, si es posible, en nuestro cine.
Traer a la memoria el nombre de Enrique Santiesteban es, de algún modo, corroborar cómo también se ha ido desvaneciendo, injustamente, su recuerdo.
Quien fuera en un momento determinado uno de los actores más respetados y conocidos del país, perdura en la memoria de algunos gracias a su más famosa incursión televisiva, en el ámbito de la comedia, como el inepto alcalde de San Nicolás del Peladero, Plutarco Tuero.
Sin embargo, es la suya una trayectoria mucho más amplia, que ya para 1959 había obtenido reconocimientos en la radio, como Tarzán o un personaje de importancia en “El derecho de nacer”, y en el cine prerrevolucionario, apareciendo en filmes como “Ángeles de la calle” y “Con el deseo en los dedos”.
Capaz de asumir roles dramáticos, estaba equipado también para lograr la risa del auditorio y, en efecto, su dueto con María de los Ángeles Santana en aquellas emisiones televisivas del Peladero son memorables. Junto a Raquel Revuelta protagonizó en Teatro Estudio “Comedia a la antigua” que luego repitió con la Santana. Durante un buen tiempo, él era un actor de carácter que contaba con el respeto de todo el mundo. Tomás Gutiérrez Alea confió en él y le ofreció dos papeles de importancia. Aquí está, en este catálogo, gracias a uno de ellos.
En “Las doce sillas”, primera comedia de Titón, Enrique Santiesteban encarna al viejo siquitrillado, ese burgués que insiste en permanecer en una Cuba que ha cambiado, y que confía en que el viejo orden será restablecido. Ya ahí tiene como contraparte a Reynaldo Miravalles, y ambos establecen una conexión que la madurez de ambos hará aún más fructífera en “Los sobrevivientes”, esa fábula buñueliana que es sin dudas uno de los títulos más cáusticos de nuestra cinematografía.
Y Alea vuelve a Enrique Santiesteban para que encarne al líder del clan Orozco, empecinado en vivir en la mansión familiar a la espera de que la Revolución se autodestruya. “Los sobrevivientes” posee un elenco que tal vez sea el más sólido de todo el cine cubano, gracias a los talentos indudables que ahí están reunidos por única vez. Desde un Vicente Revuelta, Reynaldo Miravalles y un Carlos Ruiz de la Tejera inmejorables, un Germán Pinelli insólito y un Carlos Moctezuma afilado en su rol de cubano “vivo”, y actrices como Ana Viña, Juanita Caldevila, Leonor Borrero y Mercedes Arnáez, todos se confabulan para ir más allá de la caricatura en esa fábula amarga escrita por Titón y Antonio Benítez Rojo.
A muchos años de “Las doce sillas”, Enrique Santiesteban consigue dotar a su personaje de un aura de respeto que lo sostiene a pesar del ridículo que como jefe de familia intenta mantener en pie. Su misión más compleja es la de afrontar ese absurdo dentro de la lógica de un personaje que arrastra a sus iguales en un delirio que acabará con ese mundo enquistado.
Sus escenas con Miravalles, ahora interpretando a Vicente Cuervo, el apoderado de los Orozco, son de lo mejor de un filme notable. Y sus transiciones ejemplares (cuando se les revela el ingrediente de una sopa misteriosa, o cuando intenta detener la huida que pone en peligro un bautizo), logran que miremos a ese hombre acorralado sin que podamos reducirlo a un simple hazmerreír. Su personaje muere a mitad de la trama, pero de algún modo sigue gravitando en el destino de los demás personajes hasta el momento cuasi canibalesco que cierra el filme. Siendo ese un carácter antipático, lo dota de esa estatura que nos hace mirarlo, pese a todo, con determinada distinción.
De algún modo así vemos ahora a Enrique Santiesteban. Siendo un actor destacado de un tiempo ido, de una escuela de actuación ya fallecida, le basta una mirada para que no quedemos indiferente ante su paso.
Su irrupción, en el inicio mismo del único filme que pudo dirigir Sara Gómez, es ya explosiva. En plena asamblea, tras la mentira con la cual el personaje que interpreta Mario Limonta intenta disculparse, su Tomás se levanta y lo desenmascara violentamente delante de todos sus compañeros de trabajo.
Podría preguntarse uno cómo logrará, tras semejante ex abrupto, darle otros matices a su desempeño en las escenas posteriores. Bueno, lo logra, y espléndidamente. No en balde Mario Balmaseda es uno de los mejores actores de nuestro país.
Había debutado en el cine nacional encarnando a alguien completamente distinto. Su rol en “Los días del agua” es la de estafador típico, que se destaca en el lujoso conjunto de actores de ese filme interesante. Nunca pensó dedicarse a la actuación, pero lo cierto es que terminó siéndolo, a las órdenes de importantes directores como Roberto Blanco y, años más tarde, dirigiría el Teatro Político Bertolt Brecht. Su encarnación de Lenin hizo historia, pero fue también el promotor del estreno de “La permuta”, con libreto de Titón y Tabío, apareciendo luego en su exitosa versión cinematográfica.
En “De cierta manera” el reto consistía en interpretar a un personaje de ficción calcado sobre una realidad que el filme presenta a manera de un diálogo intenso con el documental, con el proceso vivo de cambio que el contexto elegido experimentaba en ese momento.
El debate sobre la raza, la marginalidad, el rol del hombre y sus prejuicios machistas, la conexión entre un nuevo mundo y los atavismos religiosos, son preguntas abiertas que la película prolonga hasta hoy. Balmaseda ofrece un retrato naturalista de ese personaje, atrapado en los rigores de su papel de hombre y macho que, sin embargo, se encuentra inmerso en esa metamorfosis que lo pone a prueba.
El compromiso con el trabajo, el reto de abandonar costumbres y máscaras que lo han definido hasta ese instante, la relación tensa con una mujer, una maestra, que de un modo u otro lo enfrenta a esos cuestionamientos, convierten a Tomás en el reflejo de un conflicto que a la larga, nos acompaña todavía.
Lo curioso del filme es que, a pesar de su apuesta esperanzada por el fin de muchos de esos problemas, sus interrupciones narrativas para dar a conocer estadísticas y proyectos sociológicos, su rareza y su incomodidad, su condición incluso de pieza un tanto inacabada (recordemos que su directora falleció repentinamente), sigue siendo una obra cuestionadora, necesaria para entender qué Cuba era esa y, por ende, qué Cuba es la de hoy a manera de contraste con esa utopía no menos incómoda y no menos inacabada.
El desempeño de Mario Balmaseda es de un compromiso total con la imagen que el filme quiere legarnos. Un retrato de muchos matices, que traslucen su reto ante la opción de mentir o decir la verdad, según lo que va aprendiendo.
En 1979 Mario dirigirá “Andoba,” obra de Abraham Rodríguez, que vuelve al espacio del solar y la marginalidad para corroborar, de algún modo, que las preguntas lanzadas al ruedo por Sara Gómez continuaban vigentes. El resultado fue un éxito de público arrollador.
En teatro, televisión y cine, la trayectoria posterior de Mario ha incluido otros personajes de interés. Justo con “Se permuta” refrescó su carrera, y al convertirse en Reinier, en los capítulos del seriado “En silencio ha tenido que ser”, consiguió una popularidad aún más notable, aunque ese personaje lo apresara en una imagen de corrección ideológica, tal y como le sucedió a Sergio Corrieri.
Su trabajo más reciente de interés aparece en “La obra del siglo”, de Carlos Machado Quintela, donde interpreta a un padre de familia ya mayor en el paisaje fantasmal de la Ciudad Nuclear de Cienfuegos. Ahí demuestra que es un actor que aún tiene cartas bajo la manga.
Sus escenas en blanco y negro, mezcladas también con otras de carácter documental, y citas directas a “De cierta manera” nos dejan preguntar si este no habrá sido el final de aquel Tomás, una vez que la utopía reveló su lado menos promisorio, y aquellas ideas que lo acosaban, como el proyecto mismo de la central electronuclear, permanezca como un símbolo deshabitado de ese país que aún no responde del todo a su propia necesidad de cambios.
Hemos tenido la suerte de verlo en pantalla desde que era muy joven, y eso nos ha permitido apreciar el recorrido intenso que lo trae hasta este momento de madurez, en el filme más reciente que aparecerá en esta selección.
Antes de encarnar a Esteban, en la reescritura que hace Lester Hamlet de una pieza teatral de Alberto Pedro, “Weekend en Bahía”, Luis Alberto García había ofrecido ya actuaciones dignas de encomio, aunque sea esta la que finalmente le permitió ganar un Premio Coral que se merecía desde hace mucho.
Nacido en 1961 y graduado del Instituto Superior de Arte, fue uno de los protagonistas de la serie “Algo más que soñar”. Hijo de un reconocido actor, comenzó a aparecer casi de inmediato en otras producciones teatrales, televisivas y cinematográficas.
Fernando Pérez lo convierte en protagonista de “Clandestinos”, su primera película junto a Isabel Santos: tres más los reunirían nuevamente en pantalla.
Una de mis escenas preferidas suyas es aquella de “Plaff, o demasiado miedo a la vida”, donde encarna a un joven pelotero. Su esposa (Thais Valdés) lucha por la aprobación de un invento que sería útil al país, pero la burocracia se lo impide. Entrevistado por la televisión en el estadio acerca de una lesión que le impide jugar, José Ramón, su personaje, estalla y comienza a denunciar a los funcionarios incompetentes, en un rapto que es uno de los mejores chistes de esa excelente comedia.
Luis Alberto tiene una tendencia natural a ese tipo de desempeños: ansiosos por hacer oír una verdad, por salirse de una norma de conducta que se congela y se estanca, y que tienen en el humor y la ironía un arma de triunfo. Baste ver su trabajo como Nicanor en los cortos de ficción de Eduardo del Llano para corroborarlo.
En “Ya no es antes”, Luis Alberto García tiene que solucionar varios problemas, y lo hace afortunadamente desde una contención que permite equilibrar los excesos del personaje que interpreta Isabel Santos. Es indudablemente un actor que viene de vuelta, que consigue matizar el largo diálogo que sirve de estructura al filme, y organiza sus recursos durante la trama para no perder interés desde el inicio hasta el final.
Su desempeño aquí nos permite calibrar toda su carrera previa, desde los títulos mencionados hasta otros (“La vida es silbar”, “Adorables mentiras”, “Madrigal”, “El premio flaco”, “Viva”…), para dejarnos ver cómo ha aprovechado el privilegio de ser uno de los intérpretes más solicitados de nuestra cinematografía.
El joven atractivo de las primeras entregas es ahora un hombre que se mira al espejo, treinta años después de “Clandestinos”, para encontrar en su rostro las huellas de ese tiempo y esa vida cubana que une -al tiempo que divide- a Mayra y Esteban, aquellos novios adolescentes que el exilio convirtió en otras personas. En una suerte de vago tributo al Brando de “El último tango en París”, es un actor que muestra su rostro actual sin reparos, que se abandona al personaje para filtrar a través de él sus propias memorias de una existencia que él acerca al espectador sin demasiado remilgo. Como su casa humilde, en una barriada lejana del centro, él mismo está conectado a la ciudad pero también apartado un tanto de eso que dice amar: Mayra o acaso una idea de sí mismo.
En el fogueo de la conversación, el Esteban de Luis Alberto García encuentra el balance adecuado entre sinceridad, incomodidades y pequeños fracasos, sin llegar nunca al resentimiento. Él se ha forjado en la lucha diaria del cubano, al reconocer sus pérdidas hace un recuento que rehúye el melodrama: un peligro constante en todos los filmes acerca del reencuentro.
No es feliz pero tampoco es infeliz, nos dice en algún momento. Y no necesita un énfasis, siquiera levemente irónico, para que entendamos que esa es justamente la tragedia de su personaje, una tragedia en la que Esteban ha aprendido a respirar, a no ahogarse, sin comprender del todo que eso, aunque se le parezca, no es exactamente vivir. Haber encontrado ese punto medio es la clave del éxito de este trabajo suyo.
Desde el estreno de “Weekend en Bahía”, siempre se dijo que era Mayra el personaje más interesante de la pieza. En su traslado al cine, gracias al trabajo de la cámara que apoya al actor en sus silencios, sus miradas y sus transiciones, Esteban aparece mucho más equilibrado y la película, de algún modo, está más del lado suyo que el de su novia perdida. Creo que eso le hubiese gustado a Alberto Pedro.
Esteban es un buen punto de recomienzo para que, tres décadas más tarde, sigamos viendo a Luis Alberto García en todo lo que queda por venir. No se ha dormido en lo que ha logrado hasta ahora. Parafraseando su famosa línea de “Clandestinos”, podemos decir: él está vivo.
Y hasta aquí, la primera parte de esta selección.
(Santa Clara, 1971). Poeta, dramaturgo y crítico de teatro cubano. Pertenece al Consejo de las Artes Escénicas. Muchos de los espectáculos que ha asesorado para el grupo teatro El Público han merecido el Premio de la Crítica. Sus poemas se incluyen en antologías de Cuba, España, México y Estados Unidos.