Publicado originalmente en el sitio «Cine Cubano: la pupila insomne», reproducido por gentileza de su autor.
“Que no vengan”, balbucea aterrorizado el joven protagonista de Camionero (2012), un mediometraje de Sebastián Milo que nos habla del bullying o acoso escolar en las escuelas cubanas.
“Que no vengan, que no vengan”, musita una y otra vez, tras haber enfrentado los abusos de tres o cuatros jovencitos empeñados en humillar sistemática y públicamente a alguien que consideran “diferente”.
Cada vez que someto este material al debate público, encuentro personas que me manifiestan su incomodidad. Sienten que hay allí un ataque al sistema educacional impulsado por la Revolución: ¿por qué hablar de las manchas, dicen, cuando aquello sería la excepción, no la regla?
Mi criterio es que Camionero no está describiendo solo los efectos nefastos del bullying activo, sino algo que a mi juicio es mucho peor y más generalizado: las consecuencias del bullying pasivo, es decir, las consecuencias de ese conjunto de omisiones éticas, gracias a las cuales los abusadores terminan envalentonándose y convirtiendo en natural lo que, por pura decencia, debió ser puesto en su lugar.
¿Cuántos de nosotros, con nuestro silencio compartido, no seguimos contribuyendo a martirizarle la vida a los que, estando “en minoría”, sufren el rechazo de los grupos dominantes?
Pero igual que existe el bullying escolar, también existe el bullying de Estado, que es cuando quienes deciden los destinos de la nación, a través de las leyes que, en teoría, sirven para articular de un modo civilizado las diferencias que nutren a toda sociedad, se desentienden de las mismas, y permiten que algunos grupos con poder (o sus voceros) descalifiquen de modo ad hóminem a los ciudadanos que no piensan igual a la mayoría.
En Cuba el bullying de Estado fue practicado a través de Leopoldo Ávila a finales de los años sesenta, cuando un grupo de artistas se convirtieron en el blanco de aquellas críticas (muchas de ellas homofóbicas) donde no eran las obras o las ideas, sino los individuos, los que fueron vilipendiados hasta la náusea.
O se vio representado de un modo grotesco en aquella farsa protagonizada por Heberto Padilla en 1971 en una UNEAC que se prestó para ser teatro de eso que aún causa una profunda vergüenza leer. Y alcanzó su máxima definición con aquel Primer Congreso de Educación y Cultura en la que la llamada “parametración” sacaría de circulación a artistas de la talla de Virgilio Piñera, por mencionar apenas a uno, o se cerrarían revistas como “Pensamiento crítico”.
Verdad que la creación del Ministerio de Cultura en 1976 puso freno a buena parte de ese bullying sistemático del Estado. Pero la práctica nunca desapareció del todo, y reaparece cada cierto tiempo.
¿De qué otro modo puede llamarse a lo sucedido con Alicia en el Pueblo de Maravillas en 1991? ¿Alguien puede imaginar el estado de ánimo de su director Daniel Díaz Torres mientras leía apenas los titulares de algunas de las “críticas” aparecidas en la prensa de entonces:
- “Alicia, un festín para los rajados” (Roxana Pollo, Granma, 19 de junio de 1991),
- “Esas “Maravillas” niegan a nuestro pueblo” (Ada Oramas, Tribuna, 18 de junio de 1991),
- “La suspicacia del rebaño” (Bruno Rodríguez Parrilla, Juventud Rebelde, 16 de junio de 1991),
- “Alicia en su pantano” (Elder Santiesteban, Bohemia, 21 de junio de 1991)?
Pese al linchamiento mediático sufrido, Daniel Díaz Torres decidió seguir viviendo en Cuba y morir aquí. Pero jamás recibió una disculpa pública. O al menos la posibilidad de defender su obra y defenderse él como persona en esos mismos medios que lo atacaron.
Me pregunto cuánta gente no habrá decidido abandonar para siempre el país, viendo las maneras en que aquí puedes ser tratado, si te apartas un poquito del guión oficial.
O si decides distanciarte de los extremos y buscar, no el “centro” (ese centro que quizás se parezca al “término medio” que recomendaba Aristóteles: ni cobarde ni temerario, por ejemplo; en todo caso prudente), sino lo que te pide tu propia conciencia, que siempre será el centro de cualquier gestión cívica.
Sé de qué hablo, porque con mis cincuenta y dos años cumplidos he tenido el indiscutible privilegio de visitar en el mundo más o menos el mismo número de ciudades (algunas tan imponentes como Nueva York o París, otras menos conocidas como Piracicaba o Albarracín), y en casi todas siempre he encontrado aunque sea un cubano, y más allá de las diferencias ideológicas que pudieran surgir (yo nunca oculto mi vocación socialista y mis críticas al capitalismo como sistema) la imagen de Cuba como el espacio donde podemos ensayar una manera de convivir a partir de una cultura común, sencillamente termina imponiéndose.
En ese momento es cuando descubres que mucha gente no se ha ido de la isla porque ha sido reprimido políticamente (al menos de un modo directo), sino porque no encuentran espacios para ensayar imaginarios alternativos que tendrían que ver con los universos íntimos, con la felicidad personal, y sobre todo, con la libertad para soñar su propia vida.
Y a pesar de entender eso, soy de los que ha decidido regresar siempre a Camagüey después de cada viaje: regresar a esa realidad estrecha donde corres el riesgo que, desde allá, te tilden de “reformista aliado al régimen”, o desde acá, de “centrista” (o algo parecido, porque esos términos no sirven para describir lo que tienes deseos de hacer y haces, sino en todo caso, para que se sepa lo que, lo mismo en una orilla u otra, se espera que no hagas).
La verdad es que en lo personal no me interesa quedar bien con los grupos en pugna, porque sobre todo quiero quedar bien con mi conciencia. Y más que juzgar a los bandos en disputa, me importa estudiar el fenómeno en sus esencias, esas que permanecen más allá del cambio de nombres personales, más allá de los escenarios en que se mueven los protagonistas.
Sobre todo, me gustaría obtener argumentos que me permitan combatir con suerte a los que ahora aseguran que en Cuba nunca será posible un debate verdaderamente democrático mientras sigan vigentes las normas establecidas post-59.
Pero para poder llegar a una convicción de ese tipo será necesario estudiar el fenómeno del autoritarismo sin prejuicio alguno. Y, para empezar, en Cuba no nos gusta indagar en esas zonas oscuras de nuestro proceso.
Un fenómeno como el “sectarismo”, por ejemplo, que fue atacado por Fidel públicamente, no tiene referencia alguna en la Ecured. (Nota del editor de ELCINEESCORTAR: Juan Antonio García Borrero aclara en su blog que en un mensaje Iroel Sánchez le rectifica sobre este asunto)
Las nuevas generaciones viven de espaldas a esa patología del poder vinculada a lo sectario, por lo que muchas veces aceptan como algo natural las posiciones excluyentes, la retórica que solo admite como legítimo el punto de vista propio, y el repudio violento a quienes contradigan u osen someter a crítica los argumentos que se exponen de modo oficial.
Es decir, que si uno quisiera indagar en esos fenómenos tendría que remitirse fundamentalmente a lo explorado fuera de Cuba. ¿Cómo podría justificarse algo así en un país donde constantemente se habla de preservar “la memoria histórica”?, ¿o será que nos interesa solo la memoria selectiva?: ¿la memoria de lo que nos conviene?
No crean que escribo esto porque me sienta un héroe.
Al contrario: es el miedo (tal vez una variante de aquel miedo del que hablara Virgilio Piñera en el famoso encuentro de Fidel con los intelectuales) lo que ahora me lleva a poner por escrito el testimonio de mi desasosiego.
Veo venir una etapa en la que gozarán nuevamente de impunidad “los parametradores”, esos iluminados que conocen al dedillo lo que le conviene al pueblo y deciden qué debe escribir, leer, escuchar, criticar, cada individuo.
Los veo con sus cuchillos en la boca, ganando cada vez más terreno, sin dejar espacio para el aprendizaje colectivo, porque en definitiva ya ellos traen sus manuales donde están todas las respuestas posibles.
Yo, en cambio, seguiré buscando mis respuestas más personales. Algunas coincidirán con las de ellos, pero otras no. No importa, porque como es la conciencia la que me manda, tendré que asumir las consecuencias aquí, porque no tengo pensado irme a vivir a otra parte.
Así que pediré bajito, pero con firmeza: “Que no vengan. Que no vengan. Que no vengan”.
Camaguey. Escritor, crítico de cine e Investigador. Sus textos han aparecido en diversas publicaciones nacionales (Cine cubano;, La Gaceta de Cuba, El Caimán Barbudo, Revolución y Cultura, Temas, entre otras), así como en México, Estados Unidos, Argentina, Colombia, España, Francia, Italia y Perú.