La frase fue dicha por uno de los delegados al VII Congreso del Partido.
Lo vi al menos dos veces retrasmitido en espacios diferentes de la televisión cubana, y leí una versión de sus palabras en el sitio Cubadebate. Luego de argumentar, con propiedad, lo que el Congreso estadounidense y varias de sus agencias invierten para fomentar la oposición al gobierno cubano, el delegado propuso aumentar el financiamiento a la difusión y estudio de la Historia de Cuba, y también al cine y la literatura, porque “el que paga manda”, y luego relacionó esa sentencia con las coproducciones cinematográficas y dijo que muchas obras “criticaban nuestro sistema” y reproducían “las imágenes más deprimentes de nuestra realidad”.
Tengo la impresión (mejor: la certeza) de que el delegado repitió ideas asentadas en una zona pequeña pero, dado el poder que ejerce, importante de lo que llamaré el campo político. Por eso no pretendo polemizar con él sino con criterios que, en lo personal, me resultan tan desacertados como ofensivos.
Hay en la frase un eco martiano que vale la pena atender. Al analizar los antecedentes, las circunstancias y las consecuencias posibles de la Conferencia Monetaria Internacional Americana, convocada por los Estados Unidos en 1891, José Martí escribió: “El pueblo que compra, manda. El pueblo que vende, sirve”. Se trataba de comercio y de política, no de arte, y de inmediato añadió una advertencia que también me gusta traer a colación: “La política es obra de los hombres, que rinden sus sentimientos al interés, o sacrifican al interés una parte de sus sentimientos”.
La demonización de las coproducciones cinematográficas se ha extendido durante muchos años.
Quienes la emprenden contra ese modo de obtener financiamiento para realizar películas, de seguro no se detienen a ver los créditos iniciales de las cintas latinoamericanas, también europeas, asiáticas, del cine independiente norteamericano…, es decir, de casi todo lo que se produce hoy en el mundo.
Salvo para grandes productoras estadounidenses y alguna que otra excepción, producir una película implica reunir dinero y otros recursos provenientes de lugares diversos. En fin, que en ese gesto de condena, primero, hay ignorancia, o está la prepotencia de quien cree saberlo y poderlo todo.
Las productoras de cine, los festivales, los fondos de ayuda a cineastas, suelen tener perfiles e intereses, y entre ellos y los artistas se establecen relaciones muy complejas. Esa es otra circunstancia que debería conocer quien dice, dirigido al arte: “Quien paga manda”. Hay productoras cuyo principal objetivo es obtener ganancias.
Si Cuba está de moda, vendrán a buscar artistas (o personas con conocimientos técnicos que se creen artistas) para que pongan en pantalla o en las páginas de libros y revistas el país que quieren ver. Otras productoras o festivales privilegian determinado tipo de cine, de estética, y buscan artistas afines con esos propósitos que casi siempre están muy alejados de intereses comerciales o politiqueros.
En ocasiones, las propuestas son de tema, o de asunto. Por ejemplo: a un cineasta cubano le ofrecieron, alguna vez, realizar un documental sobre La Habana. El cineasta dedicó meses, con su equipo de trabajo, a caminar la ciudad, a observar, a investigar. Y filmó una película delicada y desgarradora a un tiempo.
A ese mismo autor, años después, le encargaron una película sobre José Martí, obra que debía integrarse a una serie sobre libertadores de América. El cineasta, siempre preocupado por los jóvenes, por la necesidad que tienen los jóvenes de pensar por cabeza propia, de despojarse del paternalismo dañino y encontrar su propia voz, sus propias necesidades y soluciones, estudió los años de niñez y adolescencia de Martí.
Tanto en «Suite Habana» como en «José Martí: el ojo del canario» están las inquietudes creativas y vitales más auténticas de Fernando Pérez, y ambas son películas hechas por encargo.
Por encargo también pintó Miguel Ángel los extraordinarios murales que cubren el techo de la Capilla Sixtina, y por encargo comenzó Mozart a componer su Requiem, por dar solo dos ejemplos supremos. La Sixtina fue pagada por una institución tan poderosa como la Iglesia Católica, pero no es lo mismo pagar una obra que mandar en la sensibilidad, la voluntad creativa, las obsesiones de un artista. En algún paraje de su copiosa obra, Carlos Marx dijo que el arte era invaluable.
Quien hable de estos asuntos debería también conocer tales complejidades.
Es cierto que, desde los años 90 a la fecha, al arte y la literatura cubanos se han agotado en la reproducción de la pobreza circundante, de la precariedad de la vida cotidiana y las miserias humanas que todo ello puede provocar. ¿Pero no se trata de un conflicto persistente? La existencia de todos los que habitamos este archipiélago, ¿no ha estado condicionada, durante más de veinticinco años, por el hecho de que “los salarios y pensiones siguen siendo insuficientes para satisfacer las necesidades básicas de la familia cubana”, como se acaba de reconocer en el Informe Central al VII Congreso del Partido?
A fin de cuentas, de qué se trata el arte sino de la tensión entre la realidad y el deseo de atraparla, de transfigurarla, como también de la necesidad insoslayable de sublimar nuestras obsesiones en una materia distinta, que podemos dominar tanto como nos domina ella a nosotros.
Un dato curioso: cronológicamente, hasta el pasado año la última película que el ICAIC había podido producir solo, sin la colaboración de entidades no cubanas, fue «Alicia en el pueblo de Maravillas», de Daniel Díaz Torres, en torno a la cual se desató un grave conflicto entre censores -que pretendieron, incluso, cerrar nuestro Instituto de Cine– y cineastas.
El director Manuel Pérez Paredes, al frente del grupo de creación en el que se gestó el filme, ha declarado que, durante aquellos días en que se dirimían las contradicciones en torno a «Alicia…», un importante dirigente partidista le hizo saber que el problema no era solo esa película, sino “la tendencia” del cine cubano de fines de los 80 e inicios de los 90. Un cine, no sobra repetirlo, producido por el ICAIC: no por la USAID u otra agencia dedicada a la subversión. Pensado, concebido, realizado por cineastas cubanos siempre en diálogo intenso, crítico, con su realidad.
Dije al comienzo que estas ideas me resultaban ofensivas.
Ellas suponen que escritores y artistas somos como ventrílocuos de feria, o como máquinas tragamonedas. Hoy complazco a éste, y mañana a aquél, que me paga mejor. Hoy mi obra “critica al sistema” o reproduce “las imágenes más deprimentes de la realidad”, y mañana, si el Estado es más generoso, entonaré loas al mismo sistema y presentaré las imágenes más luminosas de la misma realidad.
Hay mercenarios en el arte, en la literatura. También en la política. Si esta, al decir de Martí, “es obra de los hombres”, también lo son las creaciones artísticas y literarias.
Me parecerá muy bien que el Estado cubano pueda destinar mayores recursos para el fomento del cine y la literatura cubanos, pero sólo si lo hace no para promover obras de propaganda, sino para fomentar condiciones en que los artistas y escritores trabajen con mayor libertad.
Al redactar la Ley 169, de marzo de 1959, con la que se fundó el ICAIC, Alfredo Guevara y sus colaboradores tuvieron la sabiduría de dejar claro que “el cine es un arte”. La propaganda se encarga y se utiliza; el arte no es arma, ni instrumento. Es arte.
Manzanillo, Cuba, 1955. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas, especialidad en Estudios Cubanos, en la Universidad de La Habana. Narrador, ensayista y guionista de cine cubano. Fue jefe de redacción y director de la Revista Casa de las Américas, subdirector de La Gaceta de Cuba y Jefe titular del Departamento de Guión en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.