A tres obras del cine cubano reciente dedico estos párrafos, para dejar constancia de mi interés en estas piezas, y también algunas de mis preocupaciones. Vistas en el recién finalizado 37 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, aportan un tono y una textura que se agradece en nuestras producciones, y que con sus logros y deficiencias ayudan a visionar otra apuesta, otro sentido, por el futuro inmediato de nuestra producción cinematográfica.
Mis expectativas acerca de El acompañante, el nuevo filme de Pavel Giroud, eran altas. Por fin aparecía una película que dice una verdad que por tanto tiempo parecía inconfesable, y los espectadores cubanos sabrían que el Sida llegó a nuestras tierras no por los “pecados” cometidos por algún artista “desviado”, sino a través de los combatientes que en África contrajeron la epidemia y fueron internados en hospitales militares, hasta que no se pudo contener el fenómeno y se pasó a otro tipo de atención y reclusión con ellos. La convivencia con los pacientes homosexuales devino un conflicto mayor, pensado en términos de la machanguería y la homofobia nacional, y callar esta parte de la historia, culpando a los gays infectados por la dispersión de la enfermedad en la Isla, fue lo más fácil.
La lectura de En un rincón cerca del cielo, los testimonios recopilados por Miguel Ángel Fraga durante su estancia en el Sidatorio de Los Cocos, es elocuente en esa búsqueda de una verdad que Giroud relata mediante su película. Me gustaron varias cosas de ella, y otras no.
Entre las primeras, considero que es su filme de mayor control sobre el material narrativo, con una puesta en pantalla limpia, que va directo a mostrar los ejes de su argumento, y procura de la mayoría de sus actores un desempeño sobrio, sin estridencias. Yotuel Romero se entregó al personaje y su trabajo es noble, sin decaer demasiado ante Armando Miguel o Yailene Sierra. No me convencieron otros puntos del guion que, como se ha dicho, presenta también otros caracteres más bidimensionales y no logra dar con las escenas en los que algunos puntos de tensión debieron haberse explicitado con mayor nitidez.
No voy a caer en el entredicho de si este es o no el guion premiado antes de que comenzara a rodarse: toca al crítico analizar lo que ve, tomarlo como la apuesta del director en tanto responsable de sus pasos, hablar desde esa confrontación y dejar a un lado especulaciones y recelos innecesarios.
El acompañante quiere ser honesta y sin remilgos, aunque ese valor no lo libera de algunos deslices. Los diálogos pudieron ser más flexibles y sutiles, filtrar más desde esas palabras las motivaciones de las conductas de sus protagonistas. Un solo homosexual aparece en el filme: lloroso y sin palabras. El filme quiere marcar una línea entre la historia de esos pacientes y estos otros, como si todos no hubiesen compartido la misma presión, el mismo silenciamiento.
Mezcla a ratos de ecos de Filadelfia y Toro salvaje, con una cita acaso innecesaria a Patakín (uno de nuestros más absolutos cult films, por la extraña atracción que nos devuelven sus grandiosos descalabros como pretendido musical cubano), y una Camila Arteche tan bella que no parece enferma en lo más mínimo y un Jazz Vilá que ha cambiado los aires travestidos de otras de sus apariciones por los de un villano tan despreciable que pareciera no tener más rostro.
El acompañante tiene en algunos de sus momentos de silencio valores que no deberían desestimarse (la escena de Horacio ante el cadáver uniformado de Daniel), y que ojalá se complementen con las otras maneras en que el cine cubano se ha atrevido o debería atreverse a hablar del VIH Sida, como síntoma de otras epidemias de la Nación. Le queda por delante el diálogo con el público en la exhibición comercial que se avecina: ojalá produzca debates y controversias que nos impulsen a ello.
Una nota más sobre Pavel Giroud: esperaba ver su documental sobre Lecuona en esta edición del Festival. Espero no demore en proyectarse aquí, como tributo al gran músico, tan celebrado como discutido todavía.
La Nube es el corto de Marcel Beltrán que consiguió el Premio Coral en su categoría. La muerte de un abuelo es el punto central de una historia que se desarrolla en solo 20 minutos, y que contiene las crisis de una familia rural que esa desaparición saca a flote. La mirada del niño ante el cual Ana, su madre, se enfrenta con un tío que ha abandonado a una familia que se reduce ahora solamente a mujeres, funciona como canal hacia el espectador, que reconoce lo mejor de la entrega en las actuaciones de Broselianda Hernández y Manuel Porto.
Concentrado en ese acontecimiento tan sencillo, Marcel Beltrán encuentra sus ejes de apoyo en la fotografía de Ernesto Ojeda y la dirección de arte de Erick Grass. A él tampoco le interesa hiperdramatizar lo que muestra: la muerte sucede como algo más, que ni siquiera va a alterar las existencias de aquellos a los que ha afectado. Y aunque yo hubiese preferido un cierre más contundente, comprendo que ese estado de vacío, de cambio imposible, es lo que procura el director, también aquí guionista.
Acaso sea una obsesión mía, pero sigue preocupándome el por qué nuestros directores no procuran la colaboración de dramaturgos o narradores a la hora de concebir sus tramas: un viejo problema del cine cubano que las nuevas generaciones, por desgracia, también padecen.
Qué se cuenta y qué se muestra, qué se dice y qué se manifiesta en la visualidad, son asuntos críticos en la cinematografía desde sus orígenes. El cine cubano ha apelado a diversas voluntades, consiguiendo en algunas ocasiones piezas notables que lo son ya desde sus guiones, y fallando en tantas otras, al rodarse tramas endebles desde el primer planteo.
El filme cubano más elogiado de esta edición del Festival es, en ese sentido, una suerte de híbrido, a medio camino entre el documental y la ficción. La obra del siglo, de Carlos M. Quintela, a pesar de los elogios merecidos, no me parece lograda en esa voluntad.
Se extiende por una hora y cuarenta minutos, alternando las escenas entre un abuelo, un padre y un hijo recluidos en un apartamento de la Ciudad Electro-Nuclear, ese proyecto fracasado del sueño socialista cubano, y que hubiera resuelto los problemas de energía eléctrica en nuestro país de haberse encendido el reactor nuclear de Juraguá. Ya se sabe que, afortunadamente, ello no sucedió, pues ahora mismo seríamos, tal vez, polvo estelar. Y que también se hizo polvo ese sueño y muchos otros, ahora visibilizados en esa mole de cemento que forma parte de las nuevas ruinas de un sistema social reciente, devenidas tabú, como lo fueron en un momento las inacabadas Escuelas de Arte de Cubanacán o lo son ahora los ingenios azucareros desmantelados a lo largo de la Isla.
Por años ese sitio del mapa ha sido un lugar de no retorno, un área muerta, una zona 51 de la que se habla lo menos posible. Pero a solo cuatro kilómetros del reactor está esa ciudad fantasmal, que pervive a pesar suyo, y que he visitado alguna vez, para sentir en el aire ese peso de lo que no recicla vida, carente de una tradición o una historia propia, que sin embargo ahora este filme quiere relatarnos. Y lo hace, en sus momentos más lúcidos, de manera loable.
La pregunta consiste en por qué esa hibridez. Quintela aprovecha la supervivencia de materiales de archivo, grabados para la Televisión de esa Ciudad Electro-Nuclear en los años 80, y da fe a través de ellos de la utopía que se construía y nunca se encendió. Apela a la memoria de esos años de socialismo a la rusa entre nosotros, a la música de Vicente Rojas (que tuvo su momento de gloria por aquellos días como compositor y que nunca convenció mucho como cantante, hasta protagonizar lo que se nos dijo era nuestro primer video clip genuino: “Me quedé con ganas”), y retrata en blanco y negro la relación incómoda entre un abuelo, su hijo y su nieto en ese entorno amargo. Mario Balmaseda y Mario Guerra tienen un duelo actoral que ratifica sus talentos, ante el cual los demás intérpretes quedan muy por debajo, con la excepción de las apariciones de un Manuel Porto que jamás desaprovecha su presencia en pantalla.
Entiendo la incomodidad a la que aspira el proyecto, comprendo su búsqueda de otras formulaciones, saludo, incluso, su voluntad de querer apartarse de otras narrativas para conseguir su objetivo. Pero lo que me desconcierta es ver a críticos y espectadores que sé entendidos, hablando de novedades y de sorpresas ante esta pieza, que recicla con honestidad modos de hacer más que probados en la pantalla mundial (y también en la nuestra), y que solo la desmemoria o el anhelo de creernos originales a esta altura de las cosas puede hacer comprensible.
Para poner un ejemplo medianamente reciente y fundamental en la voluntad desdramatizadora de lo que se narra en pantalla, vale remitirse a La ciénaga, de Lucrecia Martel, que vi en el ya remoto 2001. Después de ello ha llovido mucho, dentro y fuera de las pantallas. Y lo que falta en el cine que vemos no es una proyección que quiere rehuir lo periodístico, lo aristotélico, lo predecible, lo melodramático o lo sensiblero en pos de cierta universalidad, sino el rol concreto de un director y un guionista que consigan una historia que sobrepase lo experimental para ser, dígase sin más, contundente.
La baja narratividad, el manejo del tiempo real, la búsqueda de personajes inusuales o aparentemente no espectaculares según ciertos patrones, es cosa ya muy vieja en el cine. Que lo digan Andy Warhol, y tantos más. Pero el impacto de las obras que recordamos de esos precedentes estaba acompañado de algo más que esos recursos y efectos.
Eludir una narrativa al uso exige el doble de esfuerzo, a fin de que la obra de arte que se nos propone encuentre elementos de interés ya no en su trama, sino en su atmósfera, en la carga de preguntas replanteadas desde esa inquietud, desde otra vibración, que supere las expectativas de la convención y nos estremezca de otro modo. Se repite una y otra vez esa estética del desgano, en la que nada pasa, nada se narra, poco o nada se sabe de esos personajes, y nadie queda en la sala. Confundir ciertas pretensiones con la originalidad generalmente conduce al aburrimiento más vacío. Y de eso, en las producciones del cine cubano actual, hay para exportar. Y no solo a festivales extranjeros.
Digo eso como una reflexión que proviene de mi lectura de La obra del siglo, sobre todo porque es una pieza que ha sido presentada como desafío al resto del cine nacional, salido o no del ICAIC, con esa fuerza más que ha enceguecido a muchos, y que pareciera evitar el análisis comedido de su alcance. Pero en un ámbito como el que tenemos (donde la crítica se ha permitido en años recientes arranques tales como “Quien espere de mí, en estas breves líneas, una crítica serena, objetiva e imparcial que pase la página, vaya a otro sitio a buscar cordura, reflexión y prudencia”), solo queda cantar vivas al impresionismo y a la falta de hondura que esperaríamos de ese oficio.
Por suerte, la película de Carlos M. Quintela, con guion suyo y de Abel Arcos, me devuelve a estas inquietudes, porque es el resultado de un proceso sin dudas riguroso en su elaboración, en la enunciación de su propósito y que, sin embargo, para decirlo con ese personaje aludido que es en ella Vicente Rojas, me hace cantar aquello de “me quedé con ganas”.
Los rostros de los habitantes reales de la CEN, y sus historias me interesan más que los del trío protagónico cuyo ahogo esencial podría suceder en otros espacios. El desasosiego, la resignación o el modo en que han imaginado sus vidas en ese paisaje de la nada que es esa Ciudad, merecerían un filme por sí solo. Claro que no es este, en el que Quintela además revela su admiración por Sara Gómez, desde la obviedad que le hace incluir una escena donde el propio Mario Balmaseda se deja ver, décadas atrás, en De cierta manera, y donde rehúye información sobre sus personajes, en pos de una frialdad narrativa que deja algunos cabos sueltos, y ya se me dirá que es algo del todo intencional.
El filme, que obtuvo al final una mención especial del jurado (cosa que hará rasgarse las vestiduras a sus exégetas que la imaginaban acaso arrasando con los Corales) puede pasar por encima de esa y otras contingencias por sus valores reales, puesto en el contexto del cine cubano de ahora mismo, mirando al pasado e indagando al inminente porvenir de lo que ello significa, en un instante de replanteo que persiste en hallar las defensas de una Ley de Cine, de una manera de ser y pensar y vivir el cine que no dependa de viejas ni nuevas ataduras, a ratos tan semejantes entre sí y que no siempre son la política y el mercado, sino las que emanan de la naturaleza real del talento, de la capacidad de convocatoria de un creador responsable más allá de temores y egoísmos, y del fin de una censura que, sin embargo, como recordaba irónicamente Borges, es también a ratos necesaria, porque obliga al artista a ser más inteligente que sus censores.
Lo que más me satisface, incomoda y estimula de La obra del siglo es esa hibridez, tampoco novedosa en el cine ni mucho menos, pero aquí se esgrime como un arma de provocación tan desembozada, diciéndonos de algún modo que ya todo: esas imágenes de archivo, esa coexistencia imposible de tres hombres, el sueño del País, es ficción, edición, corte y fábula.
Contar el revés de la Historia, apelando a los matices y temperaturas menos socorridas, también incluye el peligro de que en ese vaciado, la historia misma se nos presente como un negativo tan reductor, en su escala y en sus texturas, como aquello que se quiera abandonar. Es en sí misma un síntoma de lo que hay, lo que se quiere y lo que falta en ese cine cubano que ya viene gastando sus retóricas (las pasadas y algunas recientes) en pos de una realidad que contiene mucho más, y que juega trastadas a quienes intentan mostrarla solo desde un punto de ataque.
Los maestros del cine lo dicen una y otra vez: hay que tener una historia, un centro poderoso de atención, y la manera de presentarla no puede opacar esa necesidad primordial; las soluciones formales no pueden llenar algo que se advierte aburrido o vacío de antemano. Está pasando también en alguna zona de nuestro teatro, y ni hablemos, ya se sabe, de la televisión.
El cine son las historias, la verdad de personas y personajes. Y respecto a eso, en Cuba hay muchísimo por contar, si dejáramos a un lado convencionalismos y resabios, tanto como la vanidad o la presunta originalidad desde la que algunos alzan sus tarimas.
Qué le pasa al cine cubano que, incluso cuando juega sus cartas en pos de una cierta universalidad, no logra ser del todo convincente, y que cuando regresa a las comedietas o a las maniobras narrativas ya resabidas tampoco logra dar un nuevo salto, es una pregunta mucho más amplia. Está contenida, también y a pesar suyo, en La obra del siglo. Le agradezco que me la devuelva de un modo nada complaciente.
(Santa Clara, 1971). Poeta, dramaturgo y crítico de teatro cubano. Pertenece al Consejo de las Artes Escénicas. Muchos de los espectáculos que ha asesorado para el grupo teatro El Público han merecido el Premio de la Crítica. Sus poemas se incluyen en antologías de Cuba, España, México y Estados Unidos.
¿Y que le pasa al teatro, que no es mucho mejor y al que tu tampoco aportas demasiada valía y menos aún, universalidad?