Mi amigo Juan Antonio García Borrero me ha pedido que escriba unas palabras sobre la historia de la Facultad de Medios Audiovisuales de Cuba.
El Taller de Crítica Cinematográfica dedica su presente edición a leer la década de los 90 desde la perspectiva del cine, el arte y los creadores, en un proceso interactivo que no excluye al contexto. Pero… ¿cómo escribir de algo que ha estado tan silenciado e invisible? Viajar en el tiempo es un acto traumático. Si además lo hacemos a un territorio casi inexplorado, la empresa puede ser una locura.
Dicen que los sueños de la razón, engendran monstruos. Espero que éste no sea el caso y así evitamos que nos devore a todos antes de terminar mi exposición. Aclaro que parto de una lógica especulativa que pretende recordar, sugerir y provocar. Ojalá surjan de ella, nuevos acercamientos y lecturas, pues estamos hablando de un espacio institucional que ha producido una vasta obra cultural en sus casi 30 años de existencia.
Primero a lo primero: llegué como profesor de Historia del Cine a la Facultad de Medios Audiovisuales a finales de los noventa, el mismo año que se le otorgaba al Instituto Superior de Arte (ISA) una extraña distinción: el Premio Imperial de las Artes que confería una Asociación Japonesa de alto nivel. En ese momento, la escuelita de cine, que es como casi todo el mundo la conocía, estaba ubicada en una casona de la calle 5ta y 20, frente a la embajada del Congo, ¿o era de Nigeria?, en la lujosa barriada de Miramar y solo ofrecía cursos por encuentros quincenales a trabajadores de los medios. El lugar podía ser muchas cosas, pero nadie podía imaginar que detrás de la copiosa vegetación que cubría su entrada, se diseñaba de alguna manera el futuro de la industria audiovisual del país.
Corría el año 99 y por los estrechos pasillos de la institución apuraban sus tesis algunos ilustres desconocidos, como Marilyn Solaya (con un trabajo sobre Alegrías de sobremesa), Elena Palacios, Inti Herrera, Ian Padrón (preparaba Motos), Esteban Insausti (tenía casi listo su corto Más de lo mismo), Ricardo Miguel González, Leandro Martínez (¿Me extrañaste mi amor?), Humberto Padrón (Video de familia) Luis Leonel León (Habaneceres), Alberto Luberta y Marcos Castillo (editaba su documental sobre Los Beatles), entre otros.
Apenas habían pasado diez años desde aquel día en 1988 que abrió sus puertas, en un pequeño local perteneciente al Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) ubicado a pocos metros de la esquina que más tarde le serviría de sede. Debe recordarse que ya existía una escuela de cine, la de San Antonio de los Baños, EICTV, fundada con gran resonancia a inicios de 1987, donde estudiaban algunos cubanos.
No debe extrañarnos que, entonces, muchos se sorprendieran con ésta noticia, cuestionando la viabilidad de tal proyecto, pues durante tres décadas el cine cubano alcanzó resonancia universal sin que sus artistas o técnicos hubiesen recibido formación académica o teórica de alto nivel. La industria trabajaba con sus talentos, a través de un largo proceso piramidal que utilizaba el ejercicio cinematográfico directo como principal herramienta pedagógica. Al ICAIC se entraba de diversas formas, y aunque se impartían cursos o talleres internos en múltiples especialidades, el cine se aprendía haciéndolo.
Por aquellos días del 88 aún existía el campo socialista, la perestroika de Gorbachov estaba en su apogeo, Fidel había iniciado el Período de Rectificación de errores y la tenencia de divisas se penalizaba con la cárcel. En el plano audiovisual, se generaban prometedoras estrategias, acababan de surgir los Grupos de Creación en el ICAIC, el Movimiento Nacional de Video daba sus primeros pasos y también los Talleres de Cine impulsados por la Asociación Hermanos Saíz (AHS).
La facultad de medios surge sorpresivamente en aquel contexto de renovaciones, esperanzas y mutaciones. Como muchas otras cosas en el país, se impuso el voluntarismo sobre… las “condiciones objetivas”, el deseo sobre la razón. Una acción que, al menos en aquel momento, tenía un carácter más simbólico que lógico.
Según Jesús–Chucho-Cabrera, su fundador y decano por 12 años, todo comenzó alrededor de 1987, cuando a raíz de una reunión con directivos del ICRT, el Ministerio de Cultura, y el gobierno, pide la palabra y plantea la contradicción de que a muchos de los creadores y artistas de los medios, especialmente los que trabajaban en la TV y la Radio, no se les podía pagar adecuadamente, pues aunque dirigían complejos programas, no contaban con estudios superiores afines a sus especialidades de labor. Es decir, se podía ser sonidista, fotógrafo, editor o realizador, pero la escala salarial exigía que para obtener la máxima remuneración había que ser, también, universitario. Así que pudiéramos decir que la facultad de medios surge gracias a un conflicto salarial.
Cuenta Jesús Cabrera que a los pocos días de aquella reunión, en la que también estaba Raúl Castro (¿no sería mejor decir lo contrario?) es citado a la oficina de Armando Hart, entonces Ministro de Cultura. Al llegar, se encuentra con Julio G Espinosa, presidente del ICAIC, Antonio Rodríguez, rector del ISA e Ismael González (Manelo), quien estaba al frente del ICRT. El visto bueno para la apertura de una escuela 100 % cubana estaba dado por las autoridades y había que, en breve tiempo, configurar un plan de estudio, un claustro de profesores y toda una estructura docente sobre la que levantar la nueva facultad, integrada al sistema de la enseñanza artística que ya existía en el país. Asesores, metodólogos, artistas, funcionarios y profesores fueron llamados a estudiar experiencias similares, adaptar programas y configurar nuevas materias. Cuando todo estuvo listo, la sede aún no existía y, por tanto, tampoco la infraestructura tecnológica necesaria para alzar un centro profesional de estudios tan especializados.
La premura que acompañó el diseño de aquel proyecto puede haber sido la causa de algunos de muchos de los problemas que aún hoy lo acompañan. El primero de ellos, desde mi punto de vista, tiene que ver con su propia concepción integradora, que relaciona la radio, una expresión básicamente sonora e informativa, con el cine y la televisión, que se mueven en un espectro más amplio y complejo, cuya naturaleza manipula el tiempo y el espacio utilizando imágenes en movimiento y diferentes técnicas. Es justa la lógica de profesionalizar y permitir que los creadores radiales cuenten con estudios superiores, pero esta especialidad debió situarse antes y ahora, en la facultad de periodismo que le era más consustancial.
Una segunda y grave cuestión fue la de excluir al guión de las especialidades artísticas formativas. La facultad gradúa a editores, sonidistas, fotógrafos, productores y realizadores, pero no a guionistas. Al parecer se entendió, erróneamente, que los jóvenes con talento y habilidades para escribir relatos para los medios debían optar por la Facultad de Artes Escénicas, donde se estudian dramaturgia y teatrología. Un disparate, pues el arte y el lenguaje teatral tienen sus propias particularidades expresivas. El sinsentido se hace mayor si pensamos que el cine, la radio y la televisión necesitan historias y guiones sobre los que levantar sus obras. ¿Cómo escindir una especialización tan vital como la escritura de guiones de la propia dinámica académica y creativa que pretendía potenciar la facultad?
El tercero de los problemas viene dado por la idea de que se trataba, solo, de un centro para la formación teórica y la elevación del nivel académico de sus estudiantes. Tal “principio” redujo el compromiso de las instituciones, pues bastaban un local, una pizarra y un profesor para echar a andar y, tras cinco años de pura teoría, se egresaba, cual Leonardo da Vinci, listo para trabajar en cualquier medio. Se decía que, como la facultad se había abierto para trabajadores, ellos solo necesitaban aprender un grupo de saberes y conocimientos de la cultura universal. La práctica la tendrían cada día en sus propios medios, pues por algo ya trabajaban en ellos.
Como la vida es siempre más rica que nuestras ideas y planes, resultó que muchos de esos “trabajadores de los medios” que han pasado por la facultad, no lo eran tanto o, si lo eran, desempeñaban más bien faenas secundarias. Se produce entonces un conflicto institucional que llega a nuestros días: el ICRT exige a los egresados que pasen cursos de habilitación profesional antes de calificar para sus puestos, desdeñando los títulos y especializaciones artísticas obtenidas en su paso por el ISA. Para rematar las discordancias del sistema, muchos de los profesores que tenían la tarea de “habilitar” eran los mismos que impartían clases en la propia escuela de Miramar.
Por otra parte, durante los años 90 las relaciones de la facultad con el ICAIC vivieron su perfil más bajo y, a ratos, fueron como un matrimonio mal llevado. Muchos en la institución entendían que la escuela tenía poco de cine (solo se hicieron dos tesis sobre celuloide), y demasiado de televisión o radio. Aunque ya las fronteras entre los medios se empezaban a desdibujar, aún permanecía la idea de que los artistas que trabajaban en un medio no debían mezclarse con los de otros. Jesús Cabrera, un “hombre de la televisión”, conformó un claustro mayormente integrado por profesionales de ese medio (Abel Ponce, José Ramón Artigas), y algunos provenientes del entorno del cine, como Enrique Pineda Barnet, Jorge Fuentes, Belkis Vega, José Massip, Rogelio París, Enrique Colina, o el productor Humberto Hernández, quienes se sumaron esporádicamente y de buena gana al proyecto, aunque sus apreciables colaboraciones no duraron, ya fuera por conflictos con el propio sistema de enseñanza o por discrepancias con el estilo de dirección planteado por su decano.
En 1991, los sucesos de Alicia en el pueblo de maravillas recolocaron nuevamente al frente del ICAIC a Alfredo Guevara, quien ya tenía que emplear bastantes energías y sabiduría para tratar de mantener a flote el organismo que había fundado en 1959, para al mismo tiempo ocuparse de apoyar la escuela del ISA, un centro en cuya creación no había participado y que estaba bastante distante de su rango de acción cultural. No recuerdo que Alfredo visitara jamás la escuela, ni tampoco que dijera palabra alguna sobre lo que en ella sucedía. Su personalidad, pensamiento y estilo de trabajo parecían estar en el extremo opuesto al de Jesús Cabrera. En 1994, el ISA le otorgó el título de Doctor Honoris Causa en Arte a Guevara, y no hubo la más mínima mención en aquel acto para la facultad de medios. El silencio se hace mayor al comparar todo el interés y apoyo que el ICAIC le brindó durante la década a la Escuela Internacional de San Antonio, un proyecto que, desde luego, le era mucho más cercano política y culturalmente.
Las peculiares características de la estructura administrativa que rodeaban a la facultad y al propio Instituto Superior de Arte, al cual pertenecía, la situaban en un terreno de nadie. Se encontraba en el medio de dos organismos estatales: el Ministerio de Cultura y el Ministerio de Educación Superior. Las intenciones y estrategias de uno muchas veces chocaban con las políticas que en el marco de la enseñanza nacional dictaba el otro. A diferencia de cualquier escuela de cine del mundo, la nuestra no tenía la más mínima autonomía, y cualquier decisión que en ella se tomara debía ser ratificada o rechazada por instancias superiores o ajenas a la institución. En tal sentido, el plan de estudios, el peso de algunas materias, los contenidos de los programas, el financiamiento, el apoyo tecnológico o logístico, la promoción, las libertades para invitar a profesores extranjeros o la capacidad para insertarse en las dinámicas de las producciones audiovisuales contemporáneas, debían ser aprobadas en otros niveles, anulando múltiples iniciativas y reduciendo el impacto del centro en el ámbito de la cultura nacional. Para la mayor parte de los ciudadanos cubanos y extranjeros, la única escuela de cine que existía era la de San Antonio, pues de la del ISA apenas se hablaba y es que ni siquiera aparece registrada en la Federación Internacional que agrupa a los centros de formación cinematográfica del mundo, organismo que incluso, llegó a presidir recientemente un cineasta cubano.
La frondosa vegetación que rodeaba la casona de 5ta y 20, fue también una metáfora de su invisibilidad. Es cierto que, por aquellos tiempos estábamos en Período Especial y el país, a mediados de los 90, justo cuando se producían las primeras graduaciones de la escuela, pasaba por sus momentos más críticos y definitorios. Sin embargo, ¿deberíamos achacar solo a ésta terrible circunstancia el hecho de que nunca se propiciaran posgrados y maestrías, que no se conservara una memoria audiovisual con los trabajos que se generaban en su sede, que no existiera una mediateca con los filmes más relevantes de la Historia del Cine, que nunca abriera una oficina o departamento de promoción, o que la facultad se mantuviera distante de los procesos creativos que sí tenían lugar en la Escuela de San Antonio o hasta en el propio ISA? Si alguien intentara hoy visionar las obras filmadas en aquellos años, revisar las tesis o incluso repasar la lista de sus egresados, se encontrará con un desierto poblado de fantasmas, de datos imprecisos, o de historias atrapadas en mohosas cintas de VHS.
¿Hasta qué punto los creadores audiovisuales que pasaron por la facultad en los 90 supieron o pudieron interpretar artísticamente los dramáticos acontecimientos que les tocaron vivir? ¿Cuántos documentales, cortos de ficción, programas de radio o televisión dialogaron con, por ejemplo, la caída del campo socialista, el proceso de rectificación, el llamamiento al Congreso del Partido, la doble moneda, la parálisis del país, el auge de la prostitución, el mercado negro y la crisis de valores, el regreso de nuestras tropas en África, la epidemia de Neuritis, la emigración descontrolada, el exilio, los sucesos del 94, la visita del papa Juan Pablo II en el 98, la llegada de Chávez al poder, la sustitución de Roberto Robaina en el 99, el fin del milenio, o el secuestro de Elián González, por solo citar algunos de los sucesos más relevantes e impactantes a nivel social ocurridos en la década? Pero no solo se trataba de dialogar, sino también de problematizar. Si se hicieron, ¿dónde pueden verse aquellos filmes? Creo que solo sobrevive uno… Y todavía el sueño, el found footage documental de Humberto Padrón rodado en 1998.
Los conflictos generados entre la intelectualidad y las fuerzas más conservadoras no se limitaron al episodio de Alicia en el pueblo de maravillas. Durante toda la década, el cine nacional debió enfrentar y soportar suspicacias, censuras y ataques muy fuertes a sus obras, o para decirlo mejor, a la tendencia crítica que según estas fuerzas en el poder, venía marcando la producción fílmica nacional desde finales de los 80. Nuevamente la labor del Instituto de Cine ICAIC sufrió un duro ataque en 1998, cuando Fidel Castro, en una reunión del parlamento, cuestionó (sin haberla visto) la película Guantanamera, y de paso la producción fílmica nacional. El asunto motivó una respuesta conjunta de los cineastas y varias reuniones celebradas en la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Días después, el propio Fidel se reunía con todos, se disculpaba y matizaba sus criterios. Ese clima de tensiones y conspiraciones en el terreno cultural revivía antiguos problemas que ya se habían suscitado en los 60, 70 y 80 alrededor de la industria, sus filmes y sus estrategias de exhibición.
Muy difícil debió ser para el equipo de dirección de la facultad mantener las aulas abiertas en tales circunstancias económicas y sociales. En diferentes espacios, Jesús Cabrera ha contado los numerosos problemas que debía enfrentar cada día para asegurar que los alumnos tuvieran, al menos, un profesor delante, aunque éste no fuese el idóneo. Y es que una cosa era ser un experimentado director de fotografía, un editor, o un realizador de extensa obra, y otra bien distinta saber cómo transmitir conocimientos a un auditorio durante todo un año de encuentros. Así, la falta de exigencias de algunos profesores, escudados tras la idea: «Pobrecito, para que lo voy a suspender ahora, ya la vida lo suspenderá», terminaba por naturalizar la mediocridad.
Buena parte de las promesas hechas por las autoridades, cuando en 1987 se empezó a diseñar el proyecto, por una razón u otra, nunca fueron satisfechas. Incluso, algunas de ellas (dos pequeños estudios para practicar grabaciones radiales, o televisivas), aún siguen sin concretarse. Habría que señalar también cómo la personalidad de un directivo, su estilo o visión, en este caso, del arte y su relación con la vida contemporánea, pueden hacer girar el péndulo hacia uno u otro lado. En tal sentido, se recuerda, lamentablemente, como la dirección de la facultad entorpeció el desarrollo profesional de varias mujeres interesadas en la especialidad de fotografía, quienes tuvieron que esperar hasta bien entrado el presente siglo para concretar sus sueños. Tampoco pareció legitimarse desde la dirección del centro un espíritu crítico en las obras, una reflexión cuestionadora sobre los fenómenos que acontecían en el país, ni tampoco una búsqueda en el orden visual que llevara a los alumnos por sendas más experimentales pues, al parecer, era más importante reproducir que crear, aceptar un modelo, que romperlo.
A pesar de todo, un realizador como Tomás Piard, egresado en el 94, recuerda con bastante nostalgia el ambiente que, por ejemplo, lograban infundir a la escuela los profesores del departamento de Filosofía y Estética del ISA quienes, a su juicio, eran lo mejor que podía tenerse por aquellos años. Se trataba de un grupo conformado por Magaly Espinosa, Madelín Izquierdo, Gustavo Pita, Orlando Suárez Tajonera, Rafael Pinto y Lupe Álvarez, quienes venían implementando un programa de Teoría del Arte que integraba el pensamiento filosófico a la práctica artística. Fue un sistema de enseñanza que ya se aplicaba en otras facultades del ISA y que había causado gran impacto desde el punto de vista creativo entre los artistas plásticos de finales de los 80. Trasladado a la experiencia de la facultad de medios, los estudiantes debían visualizar con ejercicios de realización los problemas planteados por la filosofía, y ese reto servía también como una provocación para dialogar con la historia de la cultura e interpretar con imágenes el mundo que les rodeaba.
Llama la atención como, en aquellos primeros años y durante buena parte de los 90, las matrículas padecían de gigantismo, como si se quisiera purgar de una vez la carencia por décadas de este nivel de enseñanza, y aunque se aplicaban exámenes de aptitud, algunas autoridades se quejaban de ellos, pues entendían que cercenaban, por su rigor, el interés de numerosos aspirantes. Llegó a decirse que, como cada provincia tenía un telecentro, había que graduar la mayor cantidad posible de interesados para ubicarlos a trabajar rápido en los mismos.
Esa política de masificación, improcedente en el área de la tan especializada enseñanza artística, aún perdura; y en pleno siglo XXI se escuchan voces desde el poder que cuestionan el sistema de plazas limitadas. Se ha llegado al absurdo de decir que en el ISA y la Facultad de Medios solo estudian habaneros e “hijos de artistas”. Bueno, invito al que lo desee a llegarse a las aulas de la FAMCA y hacer su encuesta. Les adelanto, de todas maneras, que el 60 % de los estudiantes son de provincias y, desde luego, tienen padres y madres, aunque no necesariamente artistas. Esa lógica formativa a gran escala propugnada por la burocracia masificadora obtuvo su respaldo con la apertura, en 1990, de una filial en Holguín y pocos años después en Camagüey. Extraordinario debió ser para estas regiones conformar un claustro adecuado y estable que lograra, en pleno Período Especial, solventar los retos pedagógico-artísticos que tal empeño demandaba. Si en la capital la facultad apenas lograba sobrevivir, y con mucho trabajo mantener por tres años a un mismo profesor, no puedo imaginar lo que debió ocurrir -u ocurre-, en las otras filiales.
¿Para qué se tiene una Escuela de Cine o de medios? ¿Qué esperamos de ella? ¿Qué estudiantes debemos aceptar? ¿Debe ser una cuestión de simple superación, de matemática social, o una plataforma para generar inquietudes estéticas? ¿De qué forma una dinámica docente y creativa puede ser refrendada en una comunidad? ¿No debería un espacio artístico generar confrontaciones académicas capaces de extenderse a los espacios públicos? ¿Tuvimos en los 90 mejores cine, televisión o radio gracias a este centro?
Lo cierto es que con carencias y enormes dificultades, cerca de 400 estudiantes pasaron por las aulas de la facultad de medios durante aquella década. Muchos de ellos, a los que quizás “la vida ha suspendido”, son hoy desconocidos, y su quehacer se diluye en la inercia, la rutina, el conformismo. Otros han conseguido hacerse de un nombre, en Cuba o lejos de ella, creando, buscando su estilo, rompiendo moldes, adaptándose o trabajando en cualquier otra cosa. Se sabe que una escuela no hace a un artista, pero le brinda las herramientas para que su obra pueda convertirse en arte.
En el año 2002, la Facultad de Medios abrió también sus puertas a estudiantes provenientes del nivel preuniversitario. Se adaptó el viejo plan de estudios y recién se configuró uno nuevo. Por un tiempo, ellos también fueron conejillos de indias, muchachos y muchachas que llegaron con mucho entusiasmo y chocaron con un plan de estudios que adaptaba simplemente las materias del curso por encuentros al regular. Por suerte, tales cuestiones han cambiado.
La facultad ya no está en 5ta y 20, sino en 3ra y 14, en otra residencia de Miramar. Ahora se llama Facultad de las Artes de los Medios de Comunicación Audiovisual o FAMCA, por sus siglas, y en algunos días pueden coincidir en sus pasillos y aulas más de un centenar de alumnos al mismo tiempo. El Instituto Superior de Arte también mutó su nombre y ahora es la Universidad de las Artes. Muchas cosas han cambiado allí y otras no tanto. La FAMCA tiene desde hace 5 años una nueva dirección, encabezada por Martha Díaz, que trata de solucionar viejos y nuevos problemas, porque la necedad y el dogmatismo no han dejado de rodearnos. El claustro ha aumentado, a tono con las nuevas materias, pero quedan muy pocos de aquellos profesores que la fundaron hace 27 años.
Hoy muchos conocen los nombres de Alejandro Pérez, Rudy Mora, Orlando Cruzata, Ernesto Fundora, Luis Najmías, Jorge Alberto Campanería, Eduardo Tito Delgado, Fidel Díaz Castro, Luis Hidalgo Ramos, Anabel Leal, Rini Cruz, Lídice Pérez, Delso Aquino, Gustavo Caraballoso, Rolando Chiong, José Víctor Herrera, Yaseff Calderon o Katiuska Piñeiro, pero pocos quizás sepan que estudiaron y recibieron sus títulos en la Facultad de Medios precisamente en aquellos convulsos años 90.
Ellos y muchos otros, han sabido dejar su huella en el cine, la radio, la televisión, la publicidad, el clip musical, la producción, la edición, el diseño gráfico o sonoro y la imagen fotográfica de nuestros tiempos. ¿Hasta qué punto su experiencia docente encauzó sus vidas, condicionó sus posturas estéticas, influyó en su pensamiento y su accionar artístico? Solo ellos tendrán la respuesta.
Aquí termino con este ejercicio de memoria que, como la Alicia de Lewis Caroll, trató de imaginar cómo se vería la luz de una vela cuando estaba apagada.
Y colorín, colorado.
La Habana, 1965. Ensayista, crítico de cine y profesor de cine cubano y lenguaje del cine en la Facultad de Arte de los Medios Audiovisuales (FAMCA) del Instituto Superior de Arte de Cuba (ISA).