Tiene esa cualidad el cine de Fernando Pérez: un nuevo filme suyo nos exige, de algún modo, repasar su trayectoria, a fin de colocar cada pieza como parte del cuerpo que viene siendo su obra, la más respetada y sólida de cuantas ahora mismo puede mostrar el cine cubano.
Desde su memorable debut como realizador de ficción, con Clandestinos, hasta La pared de las palabras; su órbita acumula premios y polémicas, tensiones y preguntas que sobrepasan la mera apreciación de cada película, para sentirla en sintonía con otras cuestiones que el país acelera o retarda. La voluntad ética de su producción, perceptible en los documentales previos y replanteada en grado intenso en propuestas como Suite Habana, lo definen como el heredero de toda una actitud crítica que el cine nacional, en sus mejores instantes, ha mostrado con resonancias estremecedoras.
Su entrega más reciente, La pared de las palabras, es un gesto que enfatiza lo anterior. Y una pieza de madurez que nos demuestra de qué modo este director ha ido despojándose de tantas cosas para contar, más que una historia, la médula de esa trama. Sus escenas, sus silencios, nos remiten a lo que ya antes filmó, para que lo reconozcamos desde un acto de compromiso en el que importan poco los estereotipos, los lugares comunes, y que, apelando a lo menos complaciente, consigue no dejar al público en el acomodo de la indiferencia. Ya sea como acto convincente o como argumento al que rechazar, La pared de las palabras es una obra límite, que filtra todo lo precedente y propone otras lecturas. Del cine de Fernando Pérez y de lo que somos y reconocemos cuando pensamos a Cuba ante una pantalla.
Clandestinos, Hello Hemingway, Madagascar, La vida es silbar, Suite Habana, Madrigal y José Martí: El ojo del canario son los pasajes previos, que anteceden a La pared de las palabras. De los jóvenes que se arriesgan en la lucha clandestina al fantasma del autor norteamericano, y ahí a miradas que dialogan con la Cuba de la crisis de los noventa y años posteriores y aun futuros, se pasa a la imagen del cubano más extraordinario que podamos nombrar.
Fernando Pérez ha sabido, como pocos, equilibrar el tono intimista para dar un carácter sensible a sus personajes, con los momentos que exigen una cierta épica y aun humor. La secuencia final de su primer filme, el rostro de Laura de la Uz ante el mar revuelto, otra vez esta actriz en una azotea de La Habana, el encuentro de varios desconocidos a la misma hora en la Plaza de la Revolución, la ausencia de palabras para contar lo que tal vez ya no pueda revelarse verbalmente cuando se han caído tantos sueños, la utopía que se va armando lentamente como un sueño en la capital de una Isla por venir y el Apóstol ante un mar no menos encrespado, son secuencias que nos acompañan. No todos los filmes han logrado el mismo impacto, no todos gozan de la misma estructura férrea que los ha consagrado ante público y crítica. Pero en cada uno de ellos se advierte la sinceridad y el fervor depositado por este hombre, que ha rehuido las vías más fáciles para mostrarnos lo que vivimos y nos pertenece desde una doliente lealtad.
Suite Habana, que rompe la norma y exigió al cine del país otro grado, otro sistema de reflexiones, despertó emociones encontradas. La Cuba no deleitable de sus imágenes molestaba y hería. Probablemente su creación sea la más cercana, en tono y espíritu, a la de los jóvenes realizadores que, perteneciendo a una generación tan distinta de la suya, se reconocen en la calidad de esos cuestionamientos, para salirse del sueño de una Cuba que también, en la pantalla, mitificó una manera de ser dramática o divertida, pero conservando ciertos patrones que ya, a la altura de los noventa, tenían que ser reformulados y reciclados. El propio Fernando presidió varias ediciones de la Muestra de Cine Joven. Su cine se parece a él, distante de cualquier gesto de arrogancia. Él es el más autor entre nuestros directores. Podemos leer sus filmes como novelas de páginas arrancadas, que vuelan hasta acabar en ese mismo mar enfurecido que una y otra vez aparece en sus películas.
Incomunicación, sacrificio, dolor y responsabilidad son los puntos que unen las mejores escenas de La pared de las palabras. La muy delgada trama se hace densa mediante el acomodo de silencios y diálogos que rondan a Elena, la protagonista, madre de dos hijos en circunstancias muy distintas. Luis, el mayor, está recluido en una institución mental, aquejado de una enfermedad que ha minado y limitado su cuerpo, y le va contando las horas hacia la muerte más o menos inmediata. Alejandro, el hermano menor, pinta un lienzo misterioso mientras cambia de novia una y otra vez, sintiendo que el afecto maternal no lo alcanza, siempre desviado hacia Luis. Esa es la trinidad que el filme nos muestra, en una casa cerca del mar, rodeada de un silencio que contrasta con el ruido de la capital, con la ansiedad de los dementes que, como Orquídea, rondan a Luis con sus historias descentradas. Hay alguien más, Maritza, otra paciente con síndrome de Down que ha elegido ser la novia de Luis, en el ámbito opresivo de la institución en la cual Doris, la enfermera, trata de mantener no solo la calma sino también algo de humanidad, cuando ya los gestos de lo humano empiezan a carecer de sentido o se diluyen en otro lenguaje. Y está Carmen, la madre de Elena, que llega desde su exilio para saber que ya no tiene lazos con mucho de lo que dejó en Cuba. Luis irá una y otra vez a la casa familiar y al hospital, se obsesionará, a pesar de sus limitaciones cada vez más graves, en poner algo a la vista de sus parientes. Una señal que, como el lienzo de su hermano, hable por él, nos permita saber lo que ya no puede decirnos antes de que la muerte lo derribe.
Esa preocupación por lo que decimos, por lo que revelan o no las palabras, nos remite directamente a Suite Habana, donde lo verbal se anula para dejar que la imagen eluda otras máscaras predecibles. En un país saturado por la conversación, por las políticas verbales que han ido cayendo en descrédito, esta historia de abandono y necesidad de oír lo que otros ya no pueden expresarnos apela a la contención, y describe el sacrificio de algunos de sus personajes en una dimensión que escapa, afortunadamente, a otros clisés de nuestra cotidianidad. Elena trabaja en una investigación que exige mucho a su cuerpo, y tendrá que legarla a otros más jóvenes, tras casi perder la vida en una inmersión submarina. Carmen escogió una vida a distancia que la hace ya casi una extranjera ante los ojos de su hija. Alejandro cree haber perdido a su madre, siempre alerta ante cualquier peligro que acose a Luis, quien ya lo ha perdido casi todo. La pared de las palabras narra todo ello sin excesivo dramatismo, dejando que el argumento fluya y sea el espectador quien se enlace emotivamente a esos rostros, sin grandes discursos ni parlamentos incendiarios, a excepción de los que Orquídea lanza en su locura, hablando de un reloj rojo que se detuvo y ella enterró, dejándonos saber que hay un tiempo ya ido, irrecuperable, en el que algunos quedaron atrapados, como ella, que puede percibir esa «peste a silencio» que menciona al inicio mismo del filme.
Hay una larga lista de películas que se desarrollan en hospitales siquiátricos y que toman las limitaciones del cuerpo como línea central. Baste recordar Atrapado sin salida, Darse cuenta o Mi pie izquierdo, entre muchos de ellos. Fernando Pérez establece un pacto con la historia que sobrepasa lo personal para transparentarla a cualquier espectador, y esa voluntad de no hacer juegos de manos, de mostrarla en su costado menos artificioso, protege lo que cuenta y lo libra de cualquier extremo o exceso. Ha sabido emplear a un fotógrafo que le es fiel, Raúl Pérez Ureta, a un compositor no menos leal, Edesio Alejandro, para que veamos a través de esa cámara y oigamos desde esa banda sonora lo que los personajes confiesan y callan. Con la edición de Julia Yip, establece planos narrativos simultáneos, como el que emplea para mostrarnos en una misma secuencia el ahogo de Elena y el accidente que sufre Luis en su escapada al Barrio Chino. Y retrata a sus personajes sin asomo de falsa piedad. Ha pedido a los actores que en cierto modo, olviden que están siendo filmados, y espera de ellos una sintonía con el tono menor de la historia del cual emana, curiosamente, su poderío y su alcance desgarrador. Sabemos casi desde el inicio cuál será el destino de Luis. La manera en que el guión y la mano del director se confabulan nos permite, pese a ello, acompañar la trama hasta los minutos finales, en los cuales, tal vez, algún nombre conocido salte entre los que, por fin, la voz de ese personaje menciona junto a tantos otros. Dedicada a Camilo Vives y a un equipo de doctores, La pared de las palabras mira de frente a la pérdida y a la ausencia. No teme en modo alguno ser conmovedora. Lo consigue desde una limpieza y una austeridad que reclaman, al público, respuestas nada convencionales.
Con mano cuidadosa eligió Fernando Pérez el elenco de este filme. Tras la lograda atmósfera de época y las escenas de gran cantidad de extras e intérpretes que demandaba El ojo del canario; aquí todo se reduce a un puñado de figuras que tendrán la responsabilidad de tensar los núcleos de conflicto y a los que el director coloca ante la cámara apenas sin afeites. Isabel Santos se confirma como esa actriz no solo madura y eficaz, sino como una presencia en el cine cubano que jamás deja de aportar un extra a sus apariciones. El cabello descuidado, la ausencia de maquillaje, la mirada inquisitiva, la contención que es tan rara al actor cubano, tienen en ella un ejemplo de entrega rotunda al personaje, sin pedir a cambio nada que no sea que miremos esa sinceridad y la reconozcamos sin conmiseraciones. Es la misma actriz de Clandestinos, rodada en 1987; el tiempo transcurrido ha confirmado lo que ya se vio en aquella película del Fernando Pérez debutante. Ha vuelto a trabajar bajo sus órdenes para evitar la imagen que pudiera idealizarla. Siendo un rostro recurrente en la pantalla cubana, ha sabido escapar de los mismos gestos y manías para reaparecer no como una actriz sino como su personaje. Ella es el pilar de La pared de las palabras. Emociona ver a una artista que con tanta economía sabe convencer, sin acudir a los estereotipos de la madre sacrificada, mostrándola como un ser contradictorio, aferrada a una vida en la que ella misma ha ido tal vez perdiéndose.
Jorge Perugorría, quien como actor y director ha tenido una carrera desigual, desaparece para convertirse en Luis y borrar su imagen de hombre atractivo y triunfador. Sin más recurso que su cuerpo y la mirada, consigue que olvidemos su nombre real para entenderlo como el ser al que interpreta, reducido a un punto de humanidad hacia el que algunos preferirían no dirigir los ojos. Fue él quien llevó el guión de Zuzel Munné al director, y gestionó con Camilo Vives la producción de esta, la primera pieza en el catálogo de Fernando Pérez levantada gracias a una financiación independiente. También eso habrá que agradecérselo.
Laura de la Uz es sencillamente, una actriz hecha para la organicidad. Aquí tuvo que bordear el escabroso límite de encarnar a un personaje demente, en su caso el más explosivo de cuantos vemos en el filme, con escena de ataque incluida. Que haya sobrepasado eso, que se nos muestre desde un despojo total de ornamentos o arranques histriónicos que tal vez otra figura hubiese escogido para este rol, dice de su fidelidad al director y de su inteligencia actoral. Orquídea es la imagen de una utopía venida a menos, de un ideal que habla del Presidente y del niño Elián, de la Asamblea y de poderes que ya no la asisten, que la han abandonado tal vez en esa condición última, en la que sin embargo puede huir bajo la lluvia a dibujar un camino de piedras blancas, en pos de un orden secreto. Desde Hello Hemingway hasta acá, Laura de la Uz ha ido trazando el rostro de sí misma en el cine cubano, sin necesidad de otra belleza que no sea la de su autenticidad. Como Isabel Santos, estuvo en otro filme del mismo Festival donde este se estrenara. Basta mirar el trabajo de ambas en esa otra producción para corroborar la versatilidad y talento de estas mujeres, que por más de dos décadas, nos han saludado desde la pantalla con historias tan diversas.
Frente a esos personajes, Carmen y Alejandro ocupan un segundo plano. Una gran actriz, Verónica Lynn, asume el papel de esa madre que regresa para compartir un cigarrillo de marihuana con su nieto sano. Carlos Enrique Almirante, que también durante ese Festival de diciembre pasado protagonizó Fátima, reina de la noche es ese joven. Ambos despliegan una labor digna, pero sospecho que el guión les debía una escena más en la que cada uno expresara con mejor nitidez sus conflictos. En el caso de Carmen, quedan en el aire sus razones para irse del país, y el espectador permanece a la espera del momento en que ella y su hija finalmente se dijeran algunas cosas a la cara, instante que se avizora pero nunca se produce. Lo que sucede es que, abruptamente, la madre se retira de la historia, dejando como despedida ese recurso casi siempre melodramático que es una carta. El director trata de rebajar ese riesgo mostrando imágenes de edificios medio derruidos, columnas rotas, espacios inhabitados, mientras escuchamos la voz de la actriz leyendo las líneas de esa misiva. De algún modo, el efecto se hace retórico, pues la carta misma habla ya de esa incapacidad de una convivencia en la ruina, aunque el oficio inmejorable de Verónica Lynn evita sollozos o mayor edulcoración. En el caso de Carlos Enrique Almirante, cómplice del director en Madrigal, sabemos poco de este personaje, de su inclinación hacia la pintura, de su ligereza al cambiar una novia por otra. Se echa de menos en su caso una escena donde confrontara a su hermano, donde supiéramos, en algún grado de intimidad entre ambos, qué les impide reconocerse en ciertas cosas. A su favor tiene la escena en que discute con Carmen acerca de Luis, y ambos intérpretes encuentran la honestidad necesaria que nos deja verlos juntos hasta el final de la trama. El plano que muestra a la madre y los hermanos durmiendo en el mismo lecho es uno de los más contundentes del cine cubano. Narra, sin necesidad de mucho más, esa otra historia que subyace en La pared de las palabras: ese abrazo posible que en una sola imagen nos diga tanto de una familia, unida en el espacio frágil e imprescindible de un sueño compartido. Un golpe de transparencia.
Otros actores se desempeñan con no menos suerte, en sus roles secundarios. Renecito de la Cruz encarna al chofer buena gente y lo hace sin alardes. Ana Gloria Buduén nos recuerda que una buena actriz sabe agradecer un papel sustancioso y hacerlo relevante. Emán Xor Oña y Alejandro Palomino asumen, respectivamente, al doctor y a uno de esos típicos «cuadrados» que forman parte de la galería habitual del cine cubano. Si el primero incorpora su papel con sobriedad, el segundo sufre por una decisión de la dirección de arte que apela a los mismos recursos con los que este tipo ha sido visto ya en otros filmes para mostrarlo aquí: no es ya necesario un bolsillo lleno de papeles y bolígrafos para hablarnos de un burócrata. Baste decir que ese es un detalle mínimo que no empaña el conjunto, en el que además se destaca Maritza Ortega, la novia de Luis en la institución mental, con un desempeño que rebasa cualquier halago convencional y que nos demuestra la habilidad de Fernando Pérez, ya revelada en Suite Habana, para hacer vivir ante su cámara a los personajes más creíbles e insólitos, así provengan de actores no profesionales. Se trata de uno de esos raros filmes nuestros en los que el elenco trabaja en la misma cuerda, según el talento de cada cual, pero respetando puntualmente la pauta que el guión, y el tono general de la historia les demanda. También esa es una virtud de La pared de las palabras, que rehúye la falsa simpatía, el chiste fácil, el reflejo más o menos caricaturesco de lo que vivimos.
La pared de las palabras es, a su modo, una extraña tragedia cubana. Contada en ese tono aparentemente menor de lo que no quiere ser estridencia, que ya mucha nos sobra, y tratando de encontrar a su espectador en la sala oscura por métodos menos evidentes. Lo que filtra la película es una dosis de dolor que, pese a rehuir la autobiografía, deja traslucir algo de lo que sus intérpretes y el equipo que la realizó ha vivido en esta Cuba en la que persisten hasta contar una fábula tan agreste y al mismo tiempo tan honesta. Sin ocultar la grieta, la fisura, el agujero negro de la palabra o la memoria, todo en este filme se complementa en ese acallamiento de la angustia que tampoco se convierte en letanía por lo que no hay, por lo que hemos perdido, por lo que tal vez ya nadie, ningún poder o gobierno, podrá poner de nuevo en nuestras manos. Habla de ese dolor sin apelar a los extremos ni a un estallido que puede acabar en lamento también fácil, en el extremo de esas otras cintas donde no somos más que la comedia que no deja de reírse de sí misma, hasta caer en un sinsentido no peor que el que padecen estos personajes. Lo que Fernando Pérez pide al cine cubano con esta obra que hizo a costa de tanto y con tan poco, es un vuelco de sinceridad y madurez. Recordarnos que el cine no es solo una imagen en la pantalla, sino un eco de la vida que puede permanecer en nuestra mente más allá de la última secuencia o del último haz de luz.
Fernando Pérez ha dicho que su karma es añadir un título a su filmografía cada cuatro años. Ya tiene siete décadas de vida. Ocho largometrajes apenas. En cada uno, hay una etapa de su vida en la que la obra que nos entrega parece corresponder a una cierta reflexión de lo que ese tiempo le ha legado, mientras observa a su ciudad y al país en espera de ciertas respuestas.
El filme apenas costó unos 115 000 pesos convertibles. Lleva casi dos años de terminado y solo pudo verse en esta edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. Pocas proyecciones tuvo, aunque el respaldo de la audiencia lo puso a unos pocos votos de conseguir el premio del público, evidenciando que una trama como esta sí puede encontrar una recepción que no sea superficial, al tiempo que halla sitios donde ese espectador puede hallar el alivio de una sonrisa o un chiste para respirar todo lo otro que La pared de las palabras le ofrece como angustia. Es casi imposible no percibir todo lo que está detrás de ese muro y que Fernando Pérez nos descubre con sutileza y respeto. Hacia el dolor de lo que lo cuenta y hacia el dolor de cada rostro en el lunetario. Esa marca también define su trayectoria. Nos mira a los ojos, desde la pantalla, sin asomo de cinismo.
Que la película haya pasado inadvertida a la hora de los premios centrales, es apenas un accidente. Lo menciono aquí por un instante solo para declarar el amargor que ese silenciamiento causó en muchos, y creo que con justicia. A la par que Conducta, el filme de Ernesto Daranas, La pared de las palabras revela otros modos posibles de hacer cine responsable en esta Cuba, sin coqueteo barato con nuestra realidad; y eso las distancia en buen tramo del resto de nuestra producción, tal como pudo corroborarse en esta convocatoria en la cual, junto a Praia do futuro, del brasilero Karim Ainouz, logró impresionarme sobre el resto de la muestra.
El gran premio al que este filme aspira es quizá lograr que el público cubano vea y juzgue por sí mismo lo que el director nos ofrece. Ojalá ese momento no se retarde más, porque si bien creo que La pared de las palabras resistirá la espera, la creo necesaria hoy, justo cuando tanta ligereza empieza al alzarse ante nosotros sin recato.
Volver a enfrentarme a La pared de las palabras para redactar estas páginas me ha exigido mucho. Repasar las escenas que recordaba, detenerme en los detalles de la dirección de arte, comprender que más que música lo que Edesio Alejandro ha creado son ambientes sonoros, para encontrar y calibrar la conmoción a la que el director aspira, exige de cualquier espectador estar en ese compromiso donde el golpe es imprescindible, a fin de que aparezca con él su sentido mayor, y su lección de ética.
No creo que el filme invite a esa actitud engañosa que puede ser la tolerancia, ni que haya en su médula más que el deseo de hacernos ver lo que a veces preferiríamos fuera invisible a fin de no contagiarnos con otros índices del desasosiego que sin embargo, no pueden eludirse. Todo ello es parte de la vida, y puede suceder en cualquier parte. En la Cuba en la que Fernando Pérez hace llover torrencialmente, o del otro lado de ese mar donde alguien ve estrellarse las olas contra un muro de vacíos y palabras. Pared de verbos y de verdades acalladas. Hacerlas oír es la voluntad, sin otras pretensiones, a la que nos invita esta obra memorable.
(Santa Clara, 1971). Poeta, dramaturgo y crítico de teatro cubano. Pertenece al Consejo de las Artes Escénicas. Muchos de los espectáculos que ha asesorado para el grupo teatro El Público han merecido el Premio de la Crítica. Sus poemas se incluyen en antologías de Cuba, España, México y Estados Unidos.